Volver al futuro región Chontalpa (fragmento de Perros Films, novela de Luis Gámez).

¿Cómo no decir que se vive una realidad locochonsísima?, si al despertar sintoniza la estación de Telereportaje y se entera que allá por los rumbos de Macultepec una tumba fue exhumada, al cadáver de una ruca le quitaron los dientes de oro y otras alhajas. ¿Quién fue?, ¡quién sabe!

Y luego lee dos notas sobre la Heroica Cárdenas: «Policías salvan a tres presuntos ladrones de ser linchados cuando intentaron robar un domicilio en Río Seco». Ya ni a los rateros respetan. Para rematar: «Unos padres de familia denuncian que un perro muerto, esponjado y en estado de descomposición lleva días afuera de una primaria». ¡Ni un palao de cal le tiraron por lo menos! Graham Greene y Luis Buñuel no hubieran aguantado la vara en este surrealismo puro, duro y tropical.

No nació en la ficticia Hill Valley, California, pero sí en la Heroica Cárdenas tabasqueña, un lugar real donde la única verdad es la ficción, un sueño muy real con cierta nostalgia del futuro. Y en ese pueblo donde sí hay ladrones ¡y de a madre!, unos viejos lo formaron. Vivía a cincuenta kilómetros de ese pueblón en una Villahermosa que mitad se sentía cosmopolita de patatiux y la otra mitad pueblerina; él vivía en la segunda. Luego fue imaginando muchas cosas y personas, dentro de esas a los amigos fantasmas y a ella, real, ficticia; es a quien podría decir historias oficiales, historias aburridas de monografías de municipio, de personajes políticos magnánimos, juaristas super héroes que no son más que una barata ficción, o el lugar común de que el pueblo es el ombligo del mundo, y de que el perro se volvió a cagar en la entrada.

Tampoco es de la estirpe McFly de Volver al futuro, eso sí, a veces viajaba al pasado, para pensar que sus padres se engancharon en Sánchez Magallanes, en esa villa-puerto de la costa cardenense poco antes de iniciar los setentas. La cerveza olía igual, se bebía más Carta Blanca, aquella villa costera era un atractivo turístico de bella época, no había ambientalistas histéricos, pero había más árboles, iguanas, más verde y todo estaba en estado silvestre antes del boom petrolero, y aquello no le envidiaba nada a ¿Casa Blanca, Miami, Acapulco, Puerto Vallarta, Río de…? Aquello era para guardar en video, pero en aquel entonces dijeran en los sermones, no había para selfies.

No pudo estar ahí para impedir esa relación donde se hizo la grieta en el tiempo, en donde años después salió parido y por más que se va siempre regresa porque la tierra es redonda, porque la buscó y creyó que estaría ahí como algo preciso y no imaginario, porque la había visto en todos lados adonde iba, a un café o mirando un cotidiano cómo servirse cereal en un plato o tomar un vaso de leche un lunes por la mañana, viendo de reojo el noticiero con Loret de Mola, sopeando un pan distraída, en cualquier lugar la veía, verdaderamente real, melancólica, tranquila, como un holograma que a veces lograba tocar. Antes de irse había limpiado la mierda del perro de la vecina y se fue en combi rumbo a un café para encontrarse con el arte dramático de la abogacía local, la pensó; le dieron ganas de traerla a su mente antes de entrar al escenario: un Starbucks en Villahermosa.

En esos sitios se sentía como en la serie de Friends pero estilo choco tabasqueño, todos son bien miguis, miguis aunque después de despedirse se lancen mierda mutuamente. Encontró a gente del pueblo starbukeando; se miraban realizados escuchando jazz de restaurante, de los que ponen en el Spotify por horas, les daba una pendeja amnesia porque fingían no conocerlo. No faltan los personajes con una lap top enganchados a la pantalla, según haciendo cosas importantísimas, rostros fufurufus, ¡chabi chic la cosa!, en realidad el ambiente era más falso que un billete de trescientos pesos.

Se le antojó pegar una carcajada de loco en medio del local y gritar «¡Cajué!», para sacar a todos de sus actuaciones esnobs y su enajenación en el celular. Era inevitable no escuchar la plática vecina mientras esperaba a los del gremio, a esos abogados del mal que le rolarían asuntos que seguramente ya les habían sacado dinero o no pudieron sacarle más o la habían cajeteado y entonces se lo pasarían como naranja chupada que le queda más bagazo que jugo. Es usual escuchar que entre abogados se digan «te voy a pasar un asunto, ¡buenísimo!», pero en realidad es puro pájaro nalgón.

Fue al mostrador y pidió un vasote de café revuelto con garbanzo estilo ¡Star…bucks!, ¡carísimo la puta madre esa!, solamente le quedaba para la combi de regreso a su bunker. Volvió a sentarse al rincón donde había dejado unos folders que simulaban unos expedientes de juicios donde él ni tenía representación, los llevaba para fingir que andaba en la litigada, en la jugada del oficio, activo, jodido pero contento. En el el local había varias mesas ocupadas, unas seis, el ambiente lucía ¡vintage!, ocre, común y oxidado. Un escenario para relaciones públicas, para la selfi inevitable directa al Face.

A ese café llegan de repente los seres mitológicos de Tabasco, «políticos profesionales», que no son otra cosa que una bola de grandísimos sinvergüenzas que no saben absolutamente nada y nunca han trabajado, tipo Madrazo y Obrador. Pero ahí estaba parando la oreja mientras leía un periódico chayotero local sobre la industria imparable del huachicol. En la plática a su lado hablaban de cine, de ese que llaman «cine de autor»; ¡es mala la gente dijo aquel! nos pusimos meros cosmopolitas con tanto Netflix y esas cosas globales, y más de una vez él mismo se había sentido intelectual, algo así como un pensador, como de la mafia del power.

Arribó husmeando por todos los rincones de la casa, reconociéndola como cuando llevan a un cachorro perro a su nuevo hogar, y después de recorrerla y sin saber que lo han dejado ahí para siempre, indefinidamente dejado como trapo viejo, con la constante de la ausencia; con los días se acostumbró a que eso sería su mundo. Ahí estaba la grandma, a la que comenzó a decir mamá hasta que un día en corto le dijo que no lo era pero como si lo fuera, esa fue una de sus primeras lecciones.

Al café llegó el abogado western, lo vio desde que atravesó la puerta, no encajaba en el cuadro. Había algo, no solamente en la ropa, sino en los gestos que hacía que no encuadrara en esa situaciones de cafesito. El abogado lo saludó apretándole la mano con fuerza y lanzó loas sobre sus asuntazos abogaciles. Quería que se asociaran para litigar en materia penal, en los mentados juicios orales.

―Ahí está tirado el dinero licenciado, es cosa de irlo a recoger ―dijo serio y luego riendo socarrón con pedazos de comida entre los dientes.

No dejaba de enviar mensajes en el maldito celular y le sonaba otro aparato celuloide que sacó de la bolsa de su pantalón, hizo una señal con su otra mano indicando que lo esperara unos segunditos, y se fue al mostrador a pedir una bebida, ¡haciendo la tinta! Ya había varias miradas sobre ellos, pero el abogado western platicaba en voz alta con su cliente, cosa que a nadie interesaba. Él volteó a ver a una pareja en la esquina contraria, se veían sonrientes, ajenos a todo, se figuró que era él con ella, muy felices dentro de esa película, en esa escena del café, entonces ella le preguntó más sobre la casa donde vivió en Cardenopolis. Entró en ese transe del recuerdo.

El terreno de esa casa lo compró barato la abuela, ahí fue un basurero en otro tiempo, eran las afueras del pueblo; con todo y chombada intuía que Cárdenas crecería, para extenderse poco a poco, esparramándose como una mancha sin ton ni son. Fue ampliándose la singular urbanización sin drenaje, pueblón locochón a orilla de la carretera que conecta a Veracruz, a Chiapas y a la entrada del Mundo Maya, ¿mundo maya?, to…ur, bullshit, las mismas que se creen como se creyó alguna vez eso del Plan Chontalpa, “el granero de México”, donde se trazó la idea de un supuesto orden para cultivar la tierra, para cultivar el sueño tipo Play Mobil, con la onda especulativa de que funcionaría en eso de la agricultura a gran escala.

Un anciano ha dado su testimonio en una entrevista sensacionalista en un medio chayotero on line, osea que transmiten por jeisbuk, un efímero recuerdo de lo ya no recordado. Un sitio donde llovió el dinero como hoy llueven balas, donde el gobierno le expropió a Mateo su ranchito, le pagaron lo que quisieron y lloró como mojina de puro encabronamiento y tristeza revueltas. Cárdenas era entonces la idea de una película gringa de progreso estilo jolibud. Hoy el lugar es otra cosa, una interjección de la estafa, casas de seguridad para secuestros de migrantes y gente local, tengan o no tengan billete levantan a las personas como si se robaran un pavo o una gallina; también abona al cuadro que hay grillos políticos y negocios arruinados, quizás siempre fue así, se siente uno como en la película El Infierno. Era mejor imaginar la película Volver al futuro.

A través del ventanón del Starbucks vió pasar a una mujer, de esas de revista deportiva. Llevaba un perro labrador color canelo con su correa y toda la cosa fresona. El cuadro lucía como un mundo feliz, ella con su perrhijo, el can con su madre humanoide. La palabra perro le atrae, su sonido, sus erres, quisiera ser de esos, no de los de revista, ni los que entrena César Millan el Encantador de Perros en la televisión, sino un perro, perro, de esos de campo, sin vacunas, ni carnet, ni pedigree, que no huele pues a perfumito sino a perro mojado, en libertad perruna al natural, ¡a rin pelao!

Regresó el abogado wéstern con un frappé, chupando la crema con chispas de chocolate, mientras una musiquita lounge ambientaba los pensamientos de todos, y le surgió la pregunta estúpida de si esa misma música estarían escuchando los clientes de otro Starbucks ¡rai nao! en Mérida, en Bogotá, en Atasta City, en Huimanguillo. El otro aboganster les envió Wazap avisando que no podría ir; entonces ahí estaba solito pasando la tinta ajena frente al abogado wéstern experimentado en el arte dramático de la abogacía penal, con su sonrisa chocarrera y su manera de hablar, tan seguro de su actuación, un histrión de los juzgados.

Comentaron el asunto de su cliente La Changa, que mató a su vecina de un garrotazo beisbolero. La Changa es hombre, no confundan, en Cardenopolis te ponen unos apodos de lo lindo, ¡chidiximos! Y también le tiraba verbo diciendo que compraría dos Tsuritos para ir con la defensa de los imputados por todas las salas de juicios orales de la Chontalpa, «nos vamos a hinchar de lana, lic» le dijo secreteando. No creyó nada de la oferta, pero ahí estaba escuchando su fábula, pensó «¡ya me verbeaste!»; entrecerró los ojos. Y continuó hablando mientras él se fue en su mente, en su viaje, observando cómo la pareja de hacía un rato sonreían como en esos anuncios de un marketing que te transporta a la felicidad, ¡y le volvió a sonar el chingado bejuco celuloide al colega aboganster!…

No nació en la ficticia Hill Valley, California, pero sí en la Heroica Cárdenas tabasqueña, un lugar real donde la única verdad es la ficción, un sueño muy real con cierta nostalgia del futuro. Y en ese pueblo donde sí hay ladrones ¡y de a madre!, unos viejos lo formaron. Vivía a cincuenta kilómetros de ese pueblón en una Villahermosa que mitad se sentía cosmopolita de patatiux y la otra mitad pueblerina; él vivía en la segunda…

Adelantaba el tiempo para irse al futuro, a las horas del porvenir porque el momento presente se le hizo imposible, y no pudo brincar las horas, ni saber qué pasaba, pero se le ocurría el pasado, le gustaba inventarlo, sopesarlo y regresar, para encontrar el camino de regreso. Vio que el aboganster no terminaba su llamada. De nuevo en su plática imaginaria y le tomó una mano, la sintió suave, real; y hablaron del parque del pueblo, que habría un evento culturero, de pinturas y esas cosas.

El aboganster siguió en su llamada; y él no estaba en el café, su mente estaba en el parque de Cárdenas, frente al palacio mañocipal, es el año 1983, miró junto a ella la plaza, las jardineras, el vuelo psicodélico de una parvada de cotorros, donde se ondeaba un verde del vuelo colectivo sobre el parque y ese relojón ¡viiiiejo! que tiene el parque central, y que no sirve la cochinada esa; alucinó que era Marty McFly y ella su Jennifer, que todas las noches pasaba a buscarla para dar un rol por el tiempo, por este trópico donde el calor nunca se va; donde él se fue en una espiral viajando a un futuro imaginario, sentado en el vocho verde y viejo.

El abogado terminó la llamada y platicaron sobre el caso de La Changa.
―¿No sé qué estaría pensando ese imbécil?, pero la mató de un garrotazo, ¿qué le vamos hacer? ―comentó quitado de la pena.
―¿Y ahora?
―Ahora es seguro que pasará una temporada guardado, homicidio simple, pero ni el cantaleteado Nuevo Sistema de Justicia Penal lo salvará del encierro en el cinco estrellas, el hotel más caro, el reclu, en Las Palmas. Ahí la vida vale oro o carbón. Ese mismo sistema penal lo liberará sin ton ni son, ni remordimiento.

El verbo del abogado wéstern era que saldría en tres o cuatro años. «Ya me verbeaste», pensó otra vez con una sonrisilla de hijueputa zorro. Los disque centros de reinserción social no son como las películas gringas de penitenciarías. Llevaba varios meses visitando a Gerardo en el reclu de Villahermosa en el taller de carpintería. En diciembre se tomaron unos wiskis mientras le contaba sus andanzas cuando era libre con flashazos en el tiempo real, a secas en el reclu, rodeado de todo ese pesar de estar atrapado y pensar en otro lugar, no precisamente en el taller de carpintería.

¿Cómo lo conoció? Por andar husmeando en lo más paria que lo parió, por acompañar al aboganster pica pleito que fue a visitar a un cliente, ahí le presentó a Gerardo, un sentenciado por homicidio calificado que lleva diez años bien guardado por comprar pleito ajeno, ahí estableció cierta relación de informantes, y consiguió un pase de visitante y podía entrar al patio del reclu y ver el cautiverio en vivo y a todo color. Es una pequeña villa de leprosos sociales, así los tratan, como excluidos, el cautiverio es el castigo más mierdero, es mejor ser caníbal de uno mismo que estar encerrado.

Cuando terminaron la botella se puso paranoico, no se fueran a dar cuenta los custodios ¡trácalas de coraza! que nomás andaban viendo a ver qué sacaban, aunque esa botella no llegó hasta Gerardo por arte de magia, ellos mismos se la dieron: por cuota, por un favor, por lo que sea, ya estaba en su cerebro. En el reclu de Villahermosa una lata de cerveza cuesta cien pesos, la caguama doscientos cincuenta, bien frías eso sí, hacen pulque, tepache, la mota se vende como pasto de navidad, los custodios tienen el negocio de la drogas duras, piedra, coca, ácidos.

Aquel lugar da bienes y servicios a través de su autogobierno, donde el que manda es el cabo general del patio y no el director, eso hasta el más ingenuo de los ingenuos lo sabe. Se despidió de Gerardo que se reía por su miedo; cada que lo visitaba le quedaba una sensación de encierro, de no saber si salía o entraba.

El aboganster wéstern era un caso por sí solo, él solito se inventó, pero se las sabía de todas, todas, navegaba el sistema de justicia penal como quien navega en la propia pudrición, le encantaban las pistolas, las botas vaqueras, las camionetas ranch y siempre reía, no se peleaba con nadie, ni con el sistema; era parte del sistema. Siguieron con la historia de La Changa y le comentó la usanza y recurso más eficaz para defender al cliente: «La fiscal lo quería vincular como homicidio calificado, pero hablé con ella y por diez varos le cambió a homicidio simple, eso es oro puro» y reía entre dientes mientras succionaba con el popote lo último del frappé. A billetazo calado el litigio del wéstern.

De Cardenopolís tenía un recuerdo como a foto technicolor, así tipo la serie de Los años maravillosos. Llegó para que le enseñaran a pelear la vida, a defenderse de las sombras de un recuerdo difuso y en ocasiones real, otras veces tan imaginario. Cárdenas, una maqueta inusual, que parece un set cinematográfico viejo, un pueblo de paso, una conexión al centro y sur del país. Una grieta donde se fugara aunque tuviera que regresar y ver mover la boca al abogado wéstern y volver. Al futuro. Mateo fue también su maestro, su Doc como en Volver al futuro. Recuerda los sábados de box, cuando veían las peleas de Julio César Chávez.

Ese peleador que danzaba en el ring, no le importa saber a cuántos paralizó frente al televisor, pero ellos lo hicieron como si fuera la única transmisión en el mundo que se viera ese día a esa hora, en ese preciso momento solo para ellos. La Chiquita González, ese carnicero que no quiso regresar a picar carne y sus ganas lo hicieron campeón, su diminutez y voz de enano no le impidieron salir de la miseria. Recuerda estar junto al viejo Mateo ver hipnotizados esas peleas en la tele de la cocina, mientras lo entrenaba y enseñaba que en el camino donde iría pocas veces se encontraría con sus padres o tal vez nunca, era parte del entrenamiento, golpes precisos de recibir. ¿Mike Tyson? Al que Mateo le decía “el negro Tison”. Narraba con una certeza que ese negro noquearía a su contrincante. También vieron las peleas de El Maromero Paez, bufón que peleó al tú por tú con los grandes de su tiempo, les hacía reír sus bailes y vestimentas estrambóticas, pero también peleaba, sabía boxear después de todo ese cirquero.

Y luego vino el pei per viu gringo y se apagó el box en cadena nacional, los dejaron sin transmisión esos diablos de la telera, y al pueblo no llegaba aún el servicio de Cablevisión. Qué chinga les pegaron sin las funciones, y después supieron que esos boxeadores fueron vencidos en el ring, que héroes de carne y hueso al fin, sucumbieron ante la fama y fortuna, y cada quien la gastó como quizo; pero la Chiquita González sí que guardó su sencillo. Titanes noqueados que mordieron el polvo y que quedaron solos, solos, solos, más solos que la estatua de Chepe Lalo de Cárdenas que está sobre la carretera federal. En su honor se llama así el pueblo, ese pueblo chicho machicho: Cárdenas, por José Eduardo de Cárdenas y Romero, cura, poeta y quién sabe qué otra cosa Chepe Lalo, un ruco que dicen las malas lenguas de la historia local que estuvo allá por las Españas tirando verbo en las Cortes de Cádiz por los 1811, ¡¿tú lo viste?!, dijera Colasha el teporocho. Era poeta y cuanta cosa. Habría que ir en la máquina del tiempo a ver si fue cierto eso de los poemas y la legislada de Joshep.

El aboganster logró que la esposa de La Changa fuera liberada y solamente se quedó su marido en prisión preventiva. Estaría unos meses mientras se continuaba el juicio. La defensa no sale barata y se necesita dinero como quien lo busca para salvar una vida. El abogado wéstern le contó que sus familiares debían aparecer más dinero o no entraría a las siguientes audiencias.
─Aquí en penal no te puedes andar con pendejadas, o te pagan por adelantado o nada. Me lloraron que tenían que pedir dinero, iban a vender unas vacas y unos novillos. ¡No me interesa, que vendan el culo si es necesario!, a mí me pagan o no entro a la audiencia.
─¿Y sí la mató? le preguntó con cara de papa.
─¡Le sacó los sesos de un garrotazo! ―y se rió burlonamente como duende travieso, sin importarle que tuviera una mesa vecina con tres señoras copetudas que pelaron los ojos al escucharlo.

Era un expertólogo de esas prácticas abogaciles. Los abogados se creen una especie aparte, como cualquier gremio se siente único, son zorros con guayabera y perfumes penetrantes, él se anotaba en ese sistema de fantasía. Creen que les creen pero en realidad ya nadie les cree, en un país donde el mentado Estado de derecho se respeta menos que a un tránsito municipal en un crucero.

Se fueron del café; se despidió del abogado wéstern con la promesa, con la siempre esperanza de grandes negocios jurídicos, con una alta dosis de especulación, el wéstern se subió a una camioneta Lincon algo sucia, era color hueso y se veía empolvada, con un faro roto. No parecía de él, más bien daba la impresión de que se la había robado. Él simuló que iba a comprar unas cosas en el Office Depot que estaba junto al Starbucks, pero en realidad entró a esperar a que se fuera para ir a tomar su democrática combi y no viera que ni a auto llegaba, casi rayando en la miseria.

Esperó unos minutos viendo laptops con precios que no podía alcanzar, al salir del Office vió pasar de nuevo al perro labrador feliz con su benefactora, le pareció que el perro le sonreía como burlándose. Salió directo a la parada y subió en la combi bien encajuelado iba en chinga loca, en esos aparatos transportadores no se ve de afuera hacia adentro todo lo que sucede ahí, una realidad oculta a los automovilistas que solamente ven a través de un cristal algunos rostros retraídos, en ocasiones serios, apretados, uno puede ir viendo los rostros afligidos, pensativos y sudorosos, muchos clavados en sus celulares, acostumbrados a la velocidad, de los choferes que se asumen Toretos en sus combis enchuladas y con una rapidez diferente a los automovilistas; una prisa locuaz villahermosina. Pasó toda la tarde pensando en ella hasta que por la noche una clienta neurótica que se quería divorciar le depositó vía Oxxo y se fue a cenar unos tacos.

Regresó a su departamento semi amueblado, semi habitado, semi todo, donde había luz en una mitad por una falla eléctrica. Se puso a wazapear y a jurgarle al Facebook, luego leyó algunas cosas de artes marciales muchas horas hasta quedarse dormido. Soñó que lo perseguían sin motivo aparente, entonces en la escapatoria no podía correr rápido y se despertó creyendo que estaba a salvo y que era una pesadilla de tantas, pero no era así, despertó en otra pesadilla y lo seguían persiguiendo, era un algo sin pies ni cabeza pero sentía que lo perseguían para matarlo. Así pasa cuando sucede, dicen por ahí, cuando la conciencia no te deja, cuando has cenado diez tacos al pastor y entonces te visita el mal sueño, es eso, solamente eso, el mal sueño jodiéndote la dormida.

Despertó espantado, pelando los ojos como un robalo, pensando en Mateo, su Doc, enseñándole la máquina del tiempo que era el vocho viejiximo que manejaba en Cárdenas, en el que iba al pasado, al futuro y al ahora. Eran las seis de la mañana, se había quedado dormido en su único sillón. Tiró un eructo de su boca con olor a pastor.

El Nuevo Sistema de Justicia Penal va en picada, dicen por ahí las malas lenguas abogadiles. Los estilos se han regionalizado después de diez años de invenciones, prácticas y más errores. Es nada más de ver cómo hablan los fiscales, los jueces y los abogados que asuntan con cada reverenda mamada de dimes y diretes, si es que se puede llamar argumentación a la verborrea que no convence a nadie. Una farsa mal ensayada. Los jueces están más desfasados de la realidad que un cuento de Disney.

Él fue a dar a la escuela de Derecho por no tener qué hacer después de que no lo aceptaron en Cafetería y Letras en la Uñam, y por ser alguien, por tener colgado un pedazo de piel de cerdo que alimentara su orgullo y porque la matrícula era gratis en la UJAT mejor conocida como Ujarbar. En la universidad en realidad no aprendió nada interesante, tuvo mucho tiempo para rolar, beber trago y vivir la vida estudiantil, se dió cuenta desde estudihambre que el mundo legaloide es una fábula mal contada, mal hecha.

Habría que ver las poses de juristas marca Chafamex exportadores que ponen los abogados en los juzgados; los ojos de pillos y malhechores que son, dijera la viejita, escriben del asco sobre esqueletos y formatos que se van rolando, es un copiar-pegar descarado de demandas al por mayor. Yo demando, tú demandas, él demanda, ella demanda, nosotros demandamos, ustedes demandan, vosotros demandais, ellos demandan, todos demandan en esta puta madre mal parida de sistema judicial.

Tiene una cédula profesional que dice que puede ejercer la profesión de Licenciado en Derecho con fines de patente, así está escrito en el plastiquito verde y un título colgado en el departamento donde renta; cada que ve la foto no se reconoce. De lo que sí está seguro es de que el mundo no se puede arreglar por sentencias en estos tiempos y en México es una profesión decadente. La quería dejar, quería dejar de hacerse pendejo, al menos de esa manera, ¡mejor perro! antes que abogado, pensaba.

Prefería buscar a esa Jénnifer de ficción, imaginarla a su lado, mirándole con toda la contemplación de la humedad que hay en estas tierras, la pensaba de niña en Cárdenas, ingenuos, ochenteros y pensando que el mundo terminaba hasta la fábrica de chocolates, donde no está Willy Wonka, pero sí unos Upalupas cañeros vendiendo los monchis chocolateros. Creció junto a ella, imaginándola, con todas las ganas de abrazarla, esperándose sin limite de tiempo. Suena cursi, común, pero cuando viene a su mente esa imagen se siente feliz de conocerla en la imaginación. Quisiera irse en ese auto de “Volver al futuro región Chontalpa”, en el vocho de Mateo. Comenzó a hablarle tirado en la cama vieja y viendo al techo.

―¿Qué te parece eso, mi Jennifer? ―Le dice mientras van a tomar una malteada al café Lou´s que en Cárdenas es el Café Selecto. Tendría que mirarte entonces y enamorarme de ti para siempre y por siempre. Te ocultaría que fuimos a otro tiempo, al futuro, a encontrarnos con nuestro hijo y salvar su destino, porque el Doc Mateo me lo advirtió, nuestro hijo se metería en problemas y me confundió un poco cuando le pregunté: Doc, ¿de qué está hablando? Veo dos posibilidades. Una: podría verse a ella misma 30 años más tarde, lo cual sólo le provocaría un desmayo. O dos: el encuentro crearía una paradoja, que crearía una reacción en cadena, que podría reformar la continuidad de tiempo y espacio, ¡y destruir así todo el universo! De acuerdo, estoy exagerando; la destrucción podría ser de hecho más pequeña y limitarse a nuestra galaxia.

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Acerca del autor

Luis Gámez
(Cárdenas, Tabasco). Abogado y narrador. Autor de "Nicolasa en la villa de perros" (IEC, 2008); antologado en "Palimpsestos de tierra húmeda" (UJAT, 2011) y "Cuentos, joven" (Suum Quique, 2012). Coordina la sala de lectura "Los viajes de Mateo".

About Luis Gámez

(Cárdenas, Tabasco). Abogado y narrador. Autor de "Nicolasa en la villa de perros" (IEC, 2008); antologado en "Palimpsestos de tierra húmeda" (UJAT, 2011) y "Cuentos, joven" (Suum Quique, 2012). Coordina la sala de lectura "Los viajes de Mateo".