Quiso la buena fortuna que, de los dos autores que escribieron El sentido ausente, libro dado a conocer a partir de hoy por el Instituto Estatal de Cultura de Tabasco (IEC), yo conociera y tratara a Teodosio García Ruiz, nuestro entrañable y recién desaparecido “Teo”.
A Rubén Reyes Ramírez, el otro de los poetas incluidos en esta muestra de poesía escrita por autores ciegos, no tengo el placer de frecuentar y creo que al vate yucateco una sonora disculpa el IEC debiera hacer patente a la brevedad posible: su nombre, en un descuido garrafal, no figura en la portada del libro y más pareciera ser éste producto del esfuerzo de un solo hombre que de una conjunción de poéticas y reflexiones en torno a la experiencia —desgarradora, luminosamente fértil— de la ceguera.
Como en términos de familiaridad y afecto, la figura de “Teo” está más cerca de mí que la de cualquier otro poeta ciego, lo que sigue es la lectura parcial y sesgada de lo que, según yo, podría ser interpretado como el testamento o testimonio póstumo del querido autor de Sin lugar a dudas acerca del acontecimiento que lo marcó desde su aparición hasta el último día de su vida: el hecho de haberse quedado totalmente ciego un aciago día de 1999.
¿De qué tratan los poemas de Teodosio en El sentido ausente? ¿Es la ceguera el motivo principal sobre el que esta poesía discurre? Mi lectura sugiere un sí y un no como respuesta a esta pregunta natural, desprendida del título del volumen. Sí, porque quienquiera que lea la poesía posterior a la ceguera en García Ruiz podrá darse cuenta de que un antes y un después es perceptible en la obra poética de quien en los años ochenta irrumpió en el espectro literario de Tabasco con la fuerza de su voz reveladora. Me refiero, sobre todo, a la porción de su obra lírica publicada a lo largo de los últimos diez o doce años.
No sabemos aún, ante la presunta existencia de un conjunto de libros inéditos, cuál es el carácter de la poesía que el entrañable Teo escribió y conservó a salvo de la mirada de críticos y lectores. Lo que no es desconocido es que después de la aparición de Nostalgia de Sotavento, en 2003, y tras varias incursiones narrativas en proyectos colectivos o en solitario, el poeta guardó un silencio que pareció romperse apenas el año pasado, con la aparición de Berrido (2012). Explosión verbal que, en la línea de la poesía beat —no en vano el homenaje explícito, a través del título, al Aullido, de Ginsberg— y de un traer a cuento el tono de la poesía emanada de los movimientos contraculturales de los años sesenta, Berrido abre una trilogía (completada por Bramido y Rugido, todavía sin publicarse) que concentra en buena parte, desde mi punto de vista, el viraje y la nueva intencionalidad de la poesía del cunduacanense en sus últimos años.
¿Los signos de esta nueva intencionalidad? A saber: el poema que fluye y fluye, animado por la (in) conciencia del poeta; los versos largos que, como en Howl, de Ginsberg, se entreveran con versos sin yuxtaposición o subordinación alguna y el habla delirante del yo poético. En esos poemas, el lector lee al poeta, pero también lo escucha en su parloteo interminable, en su perorata que amalgama ansias de nombrar y desenfreno.
Miro la costilla que no sale de mí Eva hijueputa musa de gardenia con brazalete de oro condón brillante fresa de sabor evaporado No sabo de sabor a mí Nazco a la infamia La Torre de Babel que me confunde Me distrae me ilumina me lengua de lenguaje Gramatízome por los siglos de los siglos amén Y así sea porque así es si no lo escribo yo no vendrá el vecino a poner orden al consulado de mí…
Digo, por otro lado, que El sentido ausente no es en sentido estricto un poemario sobre la ceguera porque en él es posible hallar al García Ruiz de siempre. Al poeta “natural”, al “aborigen del sureste mexicano” —como él mismo se llamaba, consciente de sus limitaciones expresivas— y al eterno lector, impregnado de modo irremediable de sus filias escriturales. Esto anotó el poeta en un breve diario que llevó mientras escribía Bocetos del Golfo, otro de sus libros inéditos:
No lo puedo evitar. El que nace para tamal del cielo le caen las hojas. Soy un convencional, por más que intento la variación, el poema en prosa, el texto descriptivo al modo de Césare Pavese, no doy. Paul Valery en “A propósito del cementerio marino” explica su estética pero esa no es la mía. Yo soy natural, experimental, lúdico pero no riguroso. Incluso la música en los versos se ausencia de tal modo que me da pavor decir solo por decir.
Sí, en El sentido ausente el poeta es el mismo de siempre. Con sus manías, sus viejas furias mezcladas con sus “furias nuevas”. Con sus rebeldías de insumiso y sus gritos destemplados contra ese monstruo enfermo que es el gobierno de México, el milenio que transcurre a paso acelerado, el mundo que da vueltas allá afuera, en la calle, a donde el poeta asomaba sus oídos, porque su mirada se perdió cuando el siglo anterior no terminaba. ¿Qué otra cosa puede encontrarse en esta poesía sino la nostalgia? Teodosio García Ruiz fue, tal vez, el poeta más nostálgico de su generación porque fue, quizá, quien más aprendió a querer el sabor de los jureles y los pargos, el color de las guacamayas y las frondas de la ceiba, “árbol identidad” de estas tierras que gozó y padeció con el estoicismo de quien avista una realidad bifronte: la de las tinieblas, de su ceguera solitaria, y la de los reflejos luminosos a los que su poesía irrenunciable lo transportaba. Poesía, la de El sentido ausente, para ver desde un abismo de sombras las señales insólitas de la luz.
Hace unos cuantos meses murió Teodosio García Ruiz, el poeta tabasqueño que supo descifrar en muchos de sus versos el sabor de suyo irrepetible de la tierra que habitó, el aroma de sus frutas y de sus alimentos y el gozo, por momentos atávico, que transmiten sus ritmos tropicales.
Teodosio —el querido y entrañable “Teo”— era también, sin duda alguna, un retratista. Lector de la vida de los otros, tanto como de los muchos libros que leía, era un obseso cuando de grabar en la memoria el calibre o la constitución de un semejante se trataba.
De la lectura, García Ruiz (Cunduacán, 1964-Villahermosa, 2012) pasaba inexorablemente a la escritura. Y en ese tránsito, en esa terra incognita de la que surgían sus textos, personaje y retrato, amalgamados, comenzaban a ser parte del escenario ordinario, y muchas veces familiar, con que tantas veces se poblaron sus escritos.
Ahora mismo, mientras leo con sorpresa y gratitud Nostalgia de Sotavento (UJAT, 2003), la voz del poeta señala, poderosa, la llaga que le duele. En ese páramo triste y desolado de complejos y ductos, de petroleros y mujeres con culos prominentes, el autor de Poemas y canciones para la infanta (2001) no puede sino discurrir sobre lo inmediato, sobre aquello que habrá adherirse a la piel del poema del mismo modo en que esa ceguera avasallante a su propia vida.
Cuando ardieron los pozos, los poliedros de mi voz se enquistaron para siempre./Un espectro de humo cubrió las selvas devastadas y hubo/ tumultos en mitad del sueño y hubo correrías en la ciudad/ metropolitana y periódicos y expropiación./ El médico no controló mi sed./ Hoy con las fotos de aquellas peripecias, descubro la diabetes enconchada en los últimos rincones de mi espíritu…
Teodosio García Ruiz, Nostalgia de sotavento, México, Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2003, 144 pp.
Teodosio García Ruiz, retratista. A la distancia, después de muchos años, recuerdo vivamente su respuesta a mi búsqueda, a mi avidez por encontrar una voz entre el concierto de voces en ciernes de la aldea literaria tabasqueña.
“¿Quién es Payró?”, preguntó al otro lado del teléfono. “Payró, sí, el que tomó con usted el curso de conducción de talleres, acuérdese”. Y ése era yo. El perfecto desconocido llamándole al destacado poeta de la voz irreverente. El eterno aprendiz ante el descollante escribidor de versos con paisajes villahermosinos.
El taller literario comenzó poco después su tarea de criba y de oficiosa lectura, y eran las tardes en la no tan lejana biblioteca del IV Comité Regional de la Conalmex-Unesco, con sede en Villahermosa, un reducto de fresco discurrir en torno al texto difuso o mal planteado, aunque también un espacio sin par para las palabras y su brega impúdica. Allí, entonces, los atisbos de la voz ahogada. Allí la cercanía con el poeta y con su vida, la mar de vulgar e inexplicable.
Confieso que cuando leí libros como Sin lugar a dudas (1985) y Yo soy el cantante (1990), dos de sus títulos iniciales, lo primero que me pregunté fue si aquello que escribía Teodosio era, en verdad, poesía. Palabras como “Atasta”, “borracho”, “carajo”, “cerveza”, “frijoles”, “mierda”, “pendejo”, “puta”, “Tamulté”, “Tecate” y “Tierra Colorada” parecían no encontrar sitio alguno en la constelación de bellas imágenes que —imaginé— debían descansar sobre los pies del ritmo, así que no pude entender al poeta si no una vez entrado en lecturas y conversaciones.
…que si el río tuviera pies no estaría de pendejo/ en ese cauce lleno de mierda de vaca/ y de gente/ y de carros/ y de gobernadores/ pero que también si la mierda/ la exitosa/ la primaveral/ la aristocrática/ la gentil mierda/ tuviera su propia opinión…
En fin, que lo que me sorprendió de aquellos primeros contactos con la obra del poeta fue su obsesiva disposición para querer hacer poesía con lo menos, aparentemente, poetizable. ¿Qué podría haber de bello en una cantina? ¿Qué cosa podría rescatarse de un paisaje anodino como los que pueblan Villahermosa? Nada, si no se es un poeta como Teodosio García Ruiz, poseído de principio a fin por cierta clase de demonios. Ahora trataré de explicarme.
Todos los libros de García Ruiz, comenzando por títulos como los ya citados (que después le parecieron hasta cierto punto vergonzosos: por su escritura, por su lenguaje, por lo viejos que se volvieron cuando él reparó en los nuevos cauces de su lírica) y por posteriores, como Furias nuevas (1993), Bananos (1997) y Sueños de la estirpe (2001) no escatiman en regodearse con la contemplación del escenario real —inmediato— a partir del cual el poema fluye. Hay en ellos una vulgaridad latente, aunque no pocas veces también explícita.
Por supuesto, se trata de descifrar, antes que mal interpretar, el sentido de esta vulgaridad desde la concepción misma con que fueron escritos los versos. Jorge Guillén, el insigne poeta que formara parte de la Generación del 27 española, escribió respecto de su propia tarea poética:
Hay un prejuicio de que la poesía es una cosa delicada, intima, independiente, de sentimiento, pero todo lo que puede ser social es poesía desde que existe en griego la palabra sátira…Siempre parto de lo elemental, del cuerpo que soy, de lo esencial que es el aire que respiro. Y el aire que respiro me pone en relación con el mundo, con el mundo en el que nunca estoy solo, somos ‘nosotros’, es el ‘aire nuestro’.
Quizá no haya, entre los poetas tabasqueños del último cuarto de siglo, ningún poeta más consciente del alcance social de su decir poético que Teodosio García Ruiz. Quien busque en sus poemas hallará un latido, casi una intrusión ruidosa, de aquella realidad que a ratos lo asaltaba y en no pocos instantes lo obsedía. De esa conciencia social parte, sin ninguna duda, su defensa de la educación y de la lectura como tabla de salvación en medio del mar de la barbarie.
Profesor de telesecundaria en comunidades rurales de Tabasco durante todos los años que le permitió la diabetes, “Teo” encontraba en la enseñanza y en la promoción didáctica de la lectura una oportunidad para ejercer lo que en los talleres literarios continuaba con generosa delectación.
Teodosio García Ruiz leía a los demás y se leía a sí mismo en los talleres, frecuentados casi siempre por conciliábulos que, como él, no pocas veces acababan por asumir la escritura como una búsqueda que habría de pasar necesariamente por cantinas, bares de mala muerte y parajes villahermosinos.
Quiero decir, que en torno al autor de Textos de un falso curandero, una tribu de ávidos trasnochadores empeñados con el paridero de letras se formaba y era el poeta, entre ellos, una suerte de supremo oficiante.
Teodosio García Ruiz, he dicho, era un verdadero retratista. Retrataba, entre otras cosas, en sus escritos el temple de las tardes en aquellos vecindarios ruidosos que tan bien conoció, el de la estoica miseria que envuelve al sistema educativo (que tan bien vivió y testimonió) en las comunidades rurales de Tabasco y el de la gente con la que se cruzaba en su camino.
Unos cuantos meses antes de morir, me envió por correo electrónico el borrador de su libro, aún inédito, Villahermosinos. “Declaración de amor a una ciudad que ha comenzado a convertirse en sombra de su pasado”, pensé. Sí, pero también, me dije, tributo memorioso a la amistad, al afecto y a la historia de quienes construyeron y construyen esta “ciudad de la desmesura”.
Todos los caminos conducen a Roma, la excelsa ciudad del mito, y todos lo caminos del sureste mexicano conducen a Villahermosa. Pero los caminos no son si no se andan, y muchos viajeros y oriundos no se reconocen en los espacios públicos de la memoria…
Todos los caminos, en Tabasco, debieran conducir de ahora en adelante a la obra honesta y auténtica de un bravo hijo suyo. Un poeta que habrá de perdurar mientras sobre esta tierra se posen el inclemente sol y los mosquitos.
¿Qué le hace suponer a un poeta como Dionicio Morales que la poesía sirve para mitigar la terca obstinación del invierno por perpetuarse? ¿Qué lo lleva a pensar que esa poesía —la suya— habrá de devolverle a un hombre la esperanza?
Tal vez el maestro Morales no lo diga abiertamente (por decoro, por humildad) en el libro que hoy presentamos, pero a mí no me queda la menor de las dudas de que el título no puede ser más afortunado. Si a la pregunta constante de ¿para qué la poesía? muchos responden el “para reinar sobre la muerte”, la mía es una voz que añade a esa contestación la constatación de una alegría desconocida (por presuntamente oculta) que sólo ciertas obras poéticas producen. Poemas para no morir en invierno (Instituto Estatal de Cultura de Tabasco, 2012) cuya aparición reciente celebramos, del poeta tabasqueño Dionicio Morales, es una muestra de esa alegría serena, tan infrecuente en muchos autores.
Construido como un amasijo de poemas escritos en el decurso de dos décadas, el libro ofrece idea del oficio de Dionicio Morales como autor de textos memorables, tanto como de la concepción que sobre la escritura, abierta o secretamente, alberga. Me atrevo ahora a traer a cuento la indeclinable escogencia del poeta por las artes plásticas.
Cuando uno lee un libro de poesía del autor de Las estaciones rotas, uno se encuentra allí con el gozo hierático de la contemplación, pero también con la exultante intensidad de los colores. El lector tiene siempre, al adentrarse al universo verbal del maestro Morales, la sensación de algo visto y la experiencia de un golpe cromático del que es difícil sustraerse.
Pienso ahora, al adentrarme en la selección de textos que es Poemas para no morir en invierno, en poemas como “Biografía marina” y “Corazón de obsidiana”, correspondientes al libro Retrato a lápiz (2001). Si el azul del mar y del cielo parecen destellar, en el primero, con la intensidad de un lienzo que retratara la vida de un yo inexorablemente unido al lecho marino (Desde mi infancia/ recuerdo el mar/ como un gran golpe de agua/ profundo/ interminable/ porque la vida/ viene de más allá/ de sus entrañas/. Mis ojos eran huérfanos/ de aquella luz/ cálida mojada/ en la suavidad/ de un pétalo/ de agua/ deshojado…), en el segundo el gris de la “piedra dura” con que el poeta asocia a su amada y odiada Ciudad de México, la ciudad que adoptara como suya desde hace más de cuarenta años, resulta ser de un pasmo contundente (Amo esta piedra/ su asombro eterno/ sus miles de ojos clandestinos/ su forma de edificar una ciudad/ (como ninguna)/ y otra ciudad/ (también como ninguna)/ Amo su corazón de obsidiana/ su dialéctica/ de la eternidad...).
He escrito lo anterior y confieso que concluyo que debí de escribirlo bajo el peso de algo que le leí recientemente, con motivo de esta presentación, a René Avilés Fabila, amigo a todas luces del maestro Morales. El autor de Tantadel asegura que el maestro escucha música cuando ve colores o cuando atestigua el arte de una escultura, un cuadro o una fotografía. Ateniéndonos a esta sinestesia sospechada, la poesía de Dionicio Morales tendría que ser, entonces, la conjugación inevitable de la formas que percibe y la música que tales formas le llevan a escuchar muy dentro de sí mismo.
Sólo faltaría resolver, dentro de esta ecuación en apariencia simple de los resortes que mueven a una poesía que “canta y cuenta” (como decía Octavio Paz del poema extenso; como tendría que ser la poiesis del poeta en cuanto oficiante de un culto sagrado, según escribió Robert Graves en La Diosa Blanca), las claves de una obra que exuda musicalidad, pero también cierta dosis de ironía, regusto por los frutos de la tierra y agudeza.
Para comprobar la ironía contenida en algunos tramos de Poemas para no morir en invierno habría que remitirse puntualmente a un puñado de textos como “Cantos de la pura belleza”, del libro Retrato a lápiz y al poema que da título al libro Las estaciones rotas. La ironía, en este tramo de la obra poética de Dionicio Morales, va unida indisolublemente a lo amatorio, y constituye, en ese sentido, una negación del amor tal y como los cánones de la poesía amatoria —desde Horacio y Ovidio, los poetas latinos más importantes del clasicismo romano— lo han concebido a lo largo de siglos. Negación, la de la ironía, que es al mismo tiempo afirmación. El poeta reniega del amor porque cree absolutamente que en el fondo a él debe asirse para hallar su más pleno sentido. (Te desenraicé la cabeza/ para que tu mirada/ no mirara más nada/ que mis ojos./al oír una voz en tu conciencia,/se me cerraron los ojos./Hoy, mi ceguera/ es más ciega/ que/ tú).
Cuando hablo del regusto por los frutos de la tierra en esta selección poética hablo, sobre todo, de los libros Dádivas y Las estaciones rotas. Allí, el discurso parece descender del cielo etéreo que distingue buena parte del lenguaje de los otros títulos para concentrarse en cosas terrestres, tan próximas y queridas. No pueden dejar de apreciarse, desde esta óptica, los verdaderos “cuadros” que, como bodegones en una pintura impresionista de Cézanne, el poeta pinta con las palabras y que tienen por tema flores, frutas y animales.
Destaco, de entre estos textos, la exquisita aproximación del poeta a la pitahaya, fruta cactácea de gran abundancia en Tabasco, la tierra del poeta: Cacto crecido con singular instinto, sus/ flores encarnadas palidecen ante el fruto/ que en su oval arquitectura encierra la/ eucaristía del trópico pringada con/ puntos negros infinitos, recinto de la/ arcangélica frescura del Usumacinta/ en un trago de sed).
En Las estaciones rotas, aparecido en 1996, el discurso sobre lo terreno se ensancha para permitir esa visión que lo mismo se detiene en los intersticios de la urbe (La ciudad es una noche sin ruidos…) que en las piedras silvestres, las piedras rodantes que atestiguan desde su formación la edad del tiempo y aman el orden secreto de la tierra. De entre esta selección, el poema “El árbol” reclama para sí un sitio aparte. Metáfora del hombre y de la vida, “El árbol” contiene en su belleza breve las claves de una poética que no economiza en recursos lingüísticos, pero que tampoco se desborda en artificios.
Apenas si me es posible no incluir en esta breve aproximación a un tramo de la obra “dinonisiaca” (¿o “moraleana”?, ¿cómo llamar con propiedad a un trabajo literario que se sostiene a fuerza de dotar de sentido a la música de las imágenes?) el poema completo, así que me doy permiso para traer (aquí) a cuento la sonoridad de sus primeras líneas: Frente a la puerta de la casa donde vivo/ hay un árbol muy viejo, alto, grande,/ desmochado de aquí, de allá, a mansalva,/ por algún hijueputa —así decimos en mi pueblo—/ que en tiempos lejanos quiso derribarlo./ El árbol todavía tiene ganas de vivir. /Se aferra al único sostén: su altura…).
En los libros Herido de muerte natural y El último canto del cisne, títulos publicados a partir del año 2000, la poesía de Dionicio Morales se decanta por un discurso ligado francamente a la forma. En tales títulos la fuerza expresiva del sentido del verso importa tanto como su continente, aunque a veces —como ocurre particularmente en los textos del primero de ellos— la construcción rítmica parezca avasallar al disfrute que el lector podría extraer de su interpretación.
Densos, sucedidos entre sí como en una acumulación vertiginosa de palabras, estos poemas podrían fácilmente perturbar a un lector ordinario y —es de reconocerlo— reclaman una lectura atenta, dispuesta a desentrañar el gozo que se oculta tras un registro melódico que se despliega siempre en el mismo tono y que hace de no utilizar los conectivos “y” y “que” una proeza.
Los poemas de Herido de muerte natural son, por lo demás, una apuesta muy válida en sí misma en torno a los eternos temas de la literatura (el amor, la vida, la fugacidad del tiempo indetenible) y es en ese contexto que se hermana con El último canto del cisne. Como en aquél, en este libro el ritmo corre a trancos y sólo hay que esperar que hable por sí solo para entender que no habrá en la interpretación de cada verso una lectura necesariamente comprensiva.
He dicho antes que me preguntaba por la razón de que Dionicio Morales suponga que la poesía sea capaz de mitigar los rigores del invierno. Me he cuestionado por la esperanza que en la poesía un hombre podría encontrar para encarar el acecho de la muerte. Tal vez esa perplejidad frente al poder salvífico del verbo encuentre una respuesta al apelar al gesto del poeta hacia el final del libro.
Cuando entre los poemas del libro 10 de junio, alusivos a la matanza del Jueves de Corpus Christi, de 1971, en la Ciudad de México se lee: “Nunca les importó a los asesinos/ mancillar las conciencias, acallarla/, lanzando su estúpida violencia/ sobre los estudiantes. Voz en cuello/ repetían consignas fratricidas./ No supieron, ilusos, que las letras/ y cantos perpetuarían, después/ de cuarenta años, como ahora, todo/ el tamiz de las señales mágicas/ que nacieron de la sangre y su muerte.”
Señores asesinos –tedio, desesperanza, invierno– sepan ustedes, parecen gritar estos versos, que la poesía es, al final, un acto solidario con los hombres. Un acto que habrá de germinar más allá del vacío de la muerte. De su incomprensible silencio.
* Texto leído con motivo de la presentación del libro, llevada a cabo el 3 de marzo de 2013 en el Palacio de Minería de la Ciudad de México.
Hay mucho de valor en mirar el pasado con una fuerte dosis de reconciliación y esperanza. Se requiere coraje para aceptar, sin mayores aspavientos, la materia que a uno lo constituye. De esto demasiado sabe el poeta Ramón Bolívar que en su más reciente libro, Yo soy mis pasos (Stammpa, 2010) acomete un inesperado y celebrable ajuste de cuentas: aquel que, a juzgar por el contenido, tenía pendiente desde hacía tiempo atrás consigo mismo.
“Asumirse y aceptarse no es fácil”, se nos advierte en la contraportada, y desde allí es posible suponer que lo que nos espera a los lectores son los restos de una batalla campal librada en lo más hondo de un espíritu a ratos desgarrado por sus propias contradicciones.
Semblanza autobiográfica, anecdotario y tributo poético a la memoria de autores fundacionales en su universo literario, Yo soy mis pasos es también un intento del poeta Ramón Bolívar (Villahermosa, 1953) por aclarar –y aclararse– su extrañeza en medio de un mundo hostil y desdeñoso: “Él se reconoce distinto. –escribe de sí mismo usando la tercera persona– ¿Distinto a quién o a qué?, pregunto…” Y las respuestas no tardan en asomar su rostro ambiguo tan pronto traspasada la primera veintena de páginas.
Ramón Bolívar es distinto –concluyo– entre otras cosas porque la distinción y la extrañeza son propias de su estirpe. Se trata de la distinción que, ya en los inicios del siglo XX, se criticara en una novela como Los cuarenta y uno. Novela crítico social, de Eduardo A. Castrejón. Su extrañeza es la extrañeza perseguida y repudiada a lo largo de décadas de manera particular en un país como México, tan dado desde la óptica del nacionalismo revolucionario a esgrimir su viril condena contra las “desviaciones” que atentan contra la hombría y la Patria.
Homosexual, como se asume en este libro, perteneciente a esa “familia mayor” de la que forman parte el Salvador Novo de los sonetos “prohibidos” (Nos encontramos uno al otro extraño:/ Gordo tú, flaco yo -¡mundo mezquino!), el Carlos Pellicer de Recinto y otras imágenes (Que se cierre esa puerta/que no me deja estar a solas con tus besos…) y casi todos los poetas del grupo Contemporáneos, Ramón Bolívar explora en Yo soy mis pasosotras razones para explicar esa otredad tan suya, no circunscrita en modo alguno a su condición de “mampo”.
El libro, en ese sentido, procura saldar también las deudas que su autor ha contraído con los seres y las circunstancias que han moldeado su personal manera de ser y de vivir en el mundo. La infancia, el entorno familiar, el Tabasco de ayer y ciertos amigos entrañables conviven en estas páginas con alusiones –homenajes minúsculos– a las figuras de Andrés Iduarte, Carlos Pellicer, Luis Cardoza y Aragón y Eliseo Diego, en una especie de vital recuento animado, siempre, por el lenguaje fulgurante de la poesía.
Poeta por principios y por vocación inexorable, Ramón Bolívar parece exorcizar con este nuevo libro los fantasmas de una vida –la suya– que ahora comparte con el arrojo de quien ha decidido mostrar su rostro verdadero. “Éste es el primer paso”, ha escrito el poeta. Corresponde a sus lectores, pretendidamente tan jóvenes como la voz que habla en cada una de sus líneas, recibir este libro con la inquietud del que se sabe nombrado por un caudal incontenible de valor y retacado oficio.