
¿Cómo no decir que se vive una realidad locochonsísima?, si al despertar sintoniza la estación de Telereportaje y se entera que allá por los rumbos de Macultepec una tumba fue exhumada, al cadáver de una ruca le quitaron los dientes de oro y otras alhajas. ¿Quién fue?, ¡quién sabe!
Y luego lee dos notas sobre la Heroica Cárdenas: «Policías salvan a tres presuntos ladrones de ser linchados cuando intentaron robar un domicilio en Río Seco». Ya ni a los rateros respetan. Para rematar: «Unos padres de familia denuncian que un perro muerto, esponjado y en estado de descomposición lleva días afuera de una primaria». ¡Ni un palao de cal le tiraron por lo menos! Graham Greene y Luis Buñuel no hubieran aguantado la vara en este surrealismo puro, duro y tropical.
No nació en la ficticia Hill Valley, California, pero sí en la Heroica Cárdenas tabasqueña, un lugar real donde la única verdad es la ficción, un sueño muy real con cierta nostalgia del futuro. Y en ese pueblo donde sí hay ladrones ¡y de a madre!, unos viejos lo formaron. Vivía a cincuenta kilómetros de ese pueblón en una Villahermosa que mitad se sentía cosmopolita de patatiux y la otra mitad pueblerina; él vivía en la segunda. Luego fue imaginando muchas cosas y personas, dentro de esas a los amigos fantasmas y a ella, real, ficticia; es a quien podría decir historias oficiales, historias aburridas de monografías de municipio, de personajes políticos magnánimos, juaristas super héroes que no son más que una barata ficción, o el lugar común de que el pueblo es el ombligo del mundo, y de que el perro se volvió a cagar en la entrada.
Tampoco es de la estirpe McFly de Volver al futuro, eso sí, a veces viajaba al pasado, para pensar que sus padres se engancharon en Sánchez Magallanes, en esa villa-puerto de la costa cardenense poco antes de iniciar los setentas. La cerveza olía igual, se bebía más Carta Blanca, aquella villa costera era un atractivo turístico de bella época, no había ambientalistas histéricos, pero había más árboles, iguanas, más verde y todo estaba en estado silvestre antes del boom petrolero, y aquello no le envidiaba nada a ¿Casa Blanca, Miami, Acapulco, Puerto Vallarta, Río de…? Aquello era para guardar en video, pero en aquel entonces dijeran en los sermones, no había para selfies.
No pudo estar ahí para impedir esa relación donde se hizo la grieta en el tiempo, en donde años después salió parido y por más que se va siempre regresa porque la tierra es redonda, porque la buscó y creyó que estaría ahí como algo preciso y no imaginario, porque la había visto en todos lados adonde iba, a un café o mirando un cotidiano cómo servirse cereal en un plato o tomar un vaso de leche un lunes por la mañana, viendo de reojo el noticiero con Loret de Mola, sopeando un pan distraída, en cualquier lugar la veía, verdaderamente real, melancólica, tranquila, como un holograma que a veces lograba tocar. Antes de irse había limpiado la mierda del perro de la vecina y se fue en combi rumbo a un café para encontrarse con el arte dramático de la abogacía local, la pensó; le dieron ganas de traerla a su mente antes de entrar al escenario: un Starbucks en Villahermosa.
En esos sitios se sentía como en la serie de Friends pero estilo choco tabasqueño, todos son bien miguis, miguis aunque después de despedirse se lancen mierda mutuamente. Encontró a gente del pueblo starbukeando; se miraban realizados escuchando jazz de restaurante, de los que ponen en el Spotify por horas, les daba una pendeja amnesia porque fingían no conocerlo. No faltan los personajes con una lap top enganchados a la pantalla, según haciendo cosas importantísimas, rostros fufurufus, ¡chabi chic la cosa!, en realidad el ambiente era más falso que un billete de trescientos pesos.
Se le antojó pegar una carcajada de loco en medio del local y gritar «¡Cajué!», para sacar a todos de sus actuaciones esnobs y su enajenación en el celular. Era inevitable no escuchar la plática vecina mientras esperaba a los del gremio, a esos abogados del mal que le rolarían asuntos que seguramente ya les habían sacado dinero o no pudieron sacarle más o la habían cajeteado y entonces se lo pasarían como naranja chupada que le queda más bagazo que jugo. Es usual escuchar que entre abogados se digan «te voy a pasar un asunto, ¡buenísimo!», pero en realidad es puro pájaro nalgón.
Fue al mostrador y pidió un vasote de café revuelto con garbanzo estilo ¡Star…bucks!, ¡carísimo la puta madre esa!, solamente le quedaba para la combi de regreso a su bunker. Volvió a sentarse al rincón donde había dejado unos folders que simulaban unos expedientes de juicios donde él ni tenía representación, los llevaba para fingir que andaba en la litigada, en la jugada del oficio, activo, jodido pero contento. En el el local había varias mesas ocupadas, unas seis, el ambiente lucía ¡vintage!, ocre, común y oxidado. Un escenario para relaciones públicas, para la selfi inevitable directa al Face.
A ese café llegan de repente los seres mitológicos de Tabasco, «políticos profesionales», que no son otra cosa que una bola de grandísimos sinvergüenzas que no saben absolutamente nada y nunca han trabajado, tipo Madrazo y Obrador. Pero ahí estaba parando la oreja mientras leía un periódico chayotero local sobre la industria imparable del huachicol. En la plática a su lado hablaban de cine, de ese que llaman «cine de autor»; ¡es mala la gente dijo aquel! nos pusimos meros cosmopolitas con tanto Netflix y esas cosas globales, y más de una vez él mismo se había sentido intelectual, algo así como un pensador, como de la mafia del power.
Arribó husmeando por todos los rincones de la casa, reconociéndola como cuando llevan a un cachorro perro a su nuevo hogar, y después de recorrerla y sin saber que lo han dejado ahí para siempre, indefinidamente dejado como trapo viejo, con la constante de la ausencia; con los días se acostumbró a que eso sería su mundo. Ahí estaba la grandma, a la que comenzó a decir mamá hasta que un día en corto le dijo que no lo era pero como si lo fuera, esa fue una de sus primeras lecciones.
Al café llegó el abogado western, lo vio desde que atravesó la puerta, no encajaba en el cuadro. Había algo, no solamente en la ropa, sino en los gestos que hacía que no encuadrara en esa situaciones de cafesito. El abogado lo saludó apretándole la mano con fuerza y lanzó loas sobre sus asuntazos abogaciles. Quería que se asociaran para litigar en materia penal, en los mentados juicios orales.
―Ahí está tirado el dinero licenciado, es cosa de irlo a recoger ―dijo serio y luego riendo socarrón con pedazos de comida entre los dientes.
No dejaba de enviar mensajes en el maldito celular y le sonaba otro aparato celuloide que sacó de la bolsa de su pantalón, hizo una señal con su otra mano indicando que lo esperara unos segunditos, y se fue al mostrador a pedir una bebida, ¡haciendo la tinta! Ya había varias miradas sobre ellos, pero el abogado western platicaba en voz alta con su cliente, cosa que a nadie interesaba. Él volteó a ver a una pareja en la esquina contraria, se veían sonrientes, ajenos a todo, se figuró que era él con ella, muy felices dentro de esa película, en esa escena del café, entonces ella le preguntó más sobre la casa donde vivió en Cardenopolis. Entró en ese transe del recuerdo.
El terreno de esa casa lo compró barato la abuela, ahí fue un basurero en otro tiempo, eran las afueras del pueblo; con todo y chombada intuía que Cárdenas crecería, para extenderse poco a poco, esparramándose como una mancha sin ton ni son. Fue ampliándose la singular urbanización sin drenaje, pueblón locochón a orilla de la carretera que conecta a Veracruz, a Chiapas y a la entrada del Mundo Maya, ¿mundo maya?, to…ur, bullshit, las mismas que se creen como se creyó alguna vez eso del Plan Chontalpa, “el granero de México”, donde se trazó la idea de un supuesto orden para cultivar la tierra, para cultivar el sueño tipo Play Mobil, con la onda especulativa de que funcionaría en eso de la agricultura a gran escala.
Un anciano ha dado su testimonio en una entrevista sensacionalista en un medio chayotero on line, osea que transmiten por jeisbuk, un efímero recuerdo de lo ya no recordado. Un sitio donde llovió el dinero como hoy llueven balas, donde el gobierno le expropió a Mateo su ranchito, le pagaron lo que quisieron y lloró como mojina de puro encabronamiento y tristeza revueltas. Cárdenas era entonces la idea de una película gringa de progreso estilo jolibud. Hoy el lugar es otra cosa, una interjección de la estafa, casas de seguridad para secuestros de migrantes y gente local, tengan o no tengan billete levantan a las personas como si se robaran un pavo o una gallina; también abona al cuadro que hay grillos políticos y negocios arruinados, quizás siempre fue así, se siente uno como en la película El Infierno. Era mejor imaginar la película Volver al futuro.
A través del ventanón del Starbucks vió pasar a una mujer, de esas de revista deportiva. Llevaba un perro labrador color canelo con su correa y toda la cosa fresona. El cuadro lucía como un mundo feliz, ella con su perrhijo, el can con su madre humanoide. La palabra perro le atrae, su sonido, sus erres, quisiera ser de esos, no de los de revista, ni los que entrena César Millan el Encantador de Perros en la televisión, sino un perro, perro, de esos de campo, sin vacunas, ni carnet, ni pedigree, que no huele pues a perfumito sino a perro mojado, en libertad perruna al natural, ¡a rin pelao!
Regresó el abogado wéstern con un frappé, chupando la crema con chispas de chocolate, mientras una musiquita lounge ambientaba los pensamientos de todos, y le surgió la pregunta estúpida de si esa misma música estarían escuchando los clientes de otro Starbucks ¡rai nao! en Mérida, en Bogotá, en Atasta City, en Huimanguillo. El otro aboganster les envió Wazap avisando que no podría ir; entonces ahí estaba solito pasando la tinta ajena frente al abogado wéstern experimentado en el arte dramático de la abogacía penal, con su sonrisa chocarrera y su manera de hablar, tan seguro de su actuación, un histrión de los juzgados.
Comentaron el asunto de su cliente La Changa, que mató a su vecina de un garrotazo beisbolero. La Changa es hombre, no confundan, en Cardenopolis te ponen unos apodos de lo lindo, ¡chidiximos! Y también le tiraba verbo diciendo que compraría dos Tsuritos para ir con la defensa de los imputados por todas las salas de juicios orales de la Chontalpa, «nos vamos a hinchar de lana, lic» le dijo secreteando. No creyó nada de la oferta, pero ahí estaba escuchando su fábula, pensó «¡ya me verbeaste!»; entrecerró los ojos. Y continuó hablando mientras él se fue en su mente, en su viaje, observando cómo la pareja de hacía un rato sonreían como en esos anuncios de un marketing que te transporta a la felicidad, ¡y le volvió a sonar el chingado bejuco celuloide al colega aboganster!…
No nació en la ficticia Hill Valley, California, pero sí en la Heroica Cárdenas tabasqueña, un lugar real donde la única verdad es la ficción, un sueño muy real con cierta nostalgia del futuro. Y en ese pueblo donde sí hay ladrones ¡y de a madre!, unos viejos lo formaron. Vivía a cincuenta kilómetros de ese pueblón en una Villahermosa que mitad se sentía cosmopolita de patatiux y la otra mitad pueblerina; él vivía en la segunda…