No hace falta adentrarse mucho en El regreso del idiota, libro que recién completa una trilogía de la cual también forman parte Manual del perfecto idiota latinoamericano y Fabricantes de miseria, para encontrar esta sentencia:
…el liberalismo, o neoliberalismo, como lo llaman, no obedece a ideología alguna (no cree en ellas) sino a una lectura de la realidad.
De entrada, nos dicen Apuleyo Mendoza, Montaner y Vargas Llosa (los autores) el responsable mayor de la pobreza y el atraso en América Latina no puede ser otro que un idiota. Un idiota que cree aún en el establecimiento de un socialismo militarizado —en sí mismo irreal e impracticable— (Hugo Chávez), o en la forja de un racismo indigenista con rasgos de nacionalismo alpestre (Evo Morales).
Un idiota que —llámese Fidel Castro, Néstor Kirchner, Rafael Correa, Andrés Manuel López Obrador u Ollanta Humala— todavía cree ver en la globalización la causa irreductible del atraso secular de los pueblos, y aun se atreve a elaborar discursos mistagógicos en los que el estatismo populista y clientelar lo es todo, y el mercado no es sino una simple perversión de la teoría marxista-leninista sobre el imperialismo.
Para el idiota que nuestros autores se encargan de perfilar con los trazos que distinguen a un delineado personaje, el nacionalismo rancio, con fuertes resonancias decimonónicas, y el rechazo —acerbo, irracional— a todo lo que traiga a cuento a los Estados Unidos como nación hegemónica en el mundo, forman parte de una parafernalia arquetípica, propia de aquella visión rancia que continúa distinguiendo a los países entre aquellos de primer mundo y los condenados ad eternum al tercermundismo.
La visión de Apuleyo Mendoza, Montaner y Vargas Llosa en torno a la instrumentación de las reformas neoliberales en América Latina desde comienzos de la década de los ochenta no deja, por otra parte, de ser polémica. Conforme a esa perspectiva, el desencanto continental que se tradujo en un ascenso apreciable de la izquierda en países como Brasil, Chile, Uruguay y República Dominicana, y del populismo en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador, obedece —según ellos— en mucho a
…las recientes —y mal llamadas— reformas ‘neoliberales’ de América Latina, que no llegaron muy lejos y que consistieron en la venta de activos gubernamentales pero no generaron las condiciones para que se crearan mercados competitivos y se reconocieran los derechos de propiedad más allá del ámbito de los intereses allegados a los diversos gobiernos.
Contra semejante óptica, se erige la mirada de quienes fustigan el dominio —en el escenario internacional— de las posiciones sostenidas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Consenso de Washington, organismos encargados de dictar la naturaleza de las reformas, y aun de condicionar la transferencia de recursos financieros al carácter de la políticas económicas instrumentadas por los gobiernos de la región.
Frente a una postura que responsabiliza a tales organismos internacionales de la puesta en práctica de políticas contraccionistas diseñadas para asegurar —a costa del crecimiento y de la capacidad productiva— la estabilidad buscada por los capitales internacionales, la férrea insistencia de nuestros autores en torno a la inobjetable responsabilidad de muchos gobiernos latinoamericanos en la debacle que significó la aplicación, a pie juntillas, de las recetas neoliberales.
De allí se desprende, en parte, la curiosa distinción que Apuleyo Mendoza, Montaner y Vargas Llosa establecen al hablar de una izquierda “carnívora” —como la observada en Cuba, Venezuela y Bolivia— y otra de naturaleza “vegetariana” —como la que ha llegado al poder en Chile, Brasil, Uruguay y República Dominicana.
La primera es sobreviviente de un especimen ideológico-militar, impensable para los albores del siglo XXI, que comenzó con el triunfo de la revolución cubana de 1959 y que encuentra su mayor delectación en el sostenimiento de posturas retrógradas, situadas en las antípodas de la tradición liberal que nuestros autores defienden.
Ellos, los líderes de esa izquierda “carnívora” —idiotas por excelencia— continúan enarbolando luchas epatantes contra un imperialismo estadounidense que, afirman, amenaza con apoderarse de la riqueza y de la voluntad política de los países de América Latina; al mismo tiempo ensalzan al Estado populista, paternalista y clientelar, subproducto de los fallidos experimentos estatistas del socialismo marxista-leninista.
La otra izquierda en ascenso —la “vegetariana”— corresponde a la de esos gobiernos que han aprendido las lecciones de la realidad y de la historia. Mezcla sui géneris de socialismo democrático y liberalismo, de soluciones de mercado combinadas inteligentemente con una amplia labor de ingeniería social, la izquierda que está consiguiendo modernizar a pasos agigantados a países otrora vapuleados por la égida del autoritarismo, ha aprendido aceptablemente a poner en práctica una versión creativa de la “Tercera Vía” sostenida por Anthony Giddens.
Con medidas tendientes a generar ese “clima institucional” y esas condiciones necesarias para la consolidación de una bonancible economía de mercado señaladas por los autores, la izquierda representada en Chile por Michelle Bachelet, en Brasil por Lula da Silva y en Uruguay por Tabaré Vázquez significan ejemplos verdaderos de cambio precedido por una considerable dosis de voluntad política (sólo empañada por la dilogía de su actitud respecto a la izquierda “carnívora” que encabezan sus pares de Cuba, Venezuela y Bolivia). La izquierda “vegetariana” —sugieren nuestros autores— no ha aprendido a marcar su distancia, a dejar de dar su “espaldarazo” a los extravíos ideológicos de esa otra izquierda radical y anquilosada.
La aproximación de Apuleyo Mendoza, Montaner y Vargas Llosa a la visión que en amplios círculos de la izquierda europea se tiene del liberalismo, no deja de ser interesante. “Ser liberal equivale a ser de derecha”, señalan las aporías elaboradas por una visión que circula en diarios como El País, Le Monde, Liberation o Le Nouvel Observateur.
Y desde esa perspectiva es posible también entender el andamiaje que sostiene la obesidad del Estado en Francia o al “buenismo” de Rodríguez Zapatero, en España. En ambos países la izquierda y su socialismo igualitarista asume su misión histórica como un compromiso con las políticas asistenciales y las concertaciones políticas con gremios o facciones, en menoscabo del crecimiento y del desarrollo.
En su afán por retratar todos los ángulos posibles de la idiotez que campea y vuelve por sus fueros una y otra vez en el escenario internacional, nuestros autores elaboran el perfil de unos cuantos intelectuales que apoyan con sus posturas y sus libros la causa del idiota, a uno y otro lado del Atlántico.
Personajes de la talla de Noam Chomsky, James Petras, Ignacio Ramonet, Harold Pinter y Alfonso Sastre conforman apenas —nos dicen los autores— una breve galería de idiotas situados más allá de las fronteras donde impera la idiotez con su magnificencia. Pero ello no obsta para que sus planteamientos y opiniones sean recibidas por los idiotas que gobiernan buena parte del Tercer Mundo con la avidez y el respeto que reclaman las grandes ideas.
Como antídoto eficaz contra el veneno que inoculan semejantes defensores de la idiotez, nuestros autores sacan a cuento obras como Camino de servidumbre, de Friedrich A. Hayek; El cero y el infinito, del húngaro Arthur Koestler; Del buen salvaje al buen revolucionario, del liberal venezolano Carlos Rangel, y, por supuesto, La sociedad abierta y sus enemigos, del infaltable Karl Popper. Lecturas, todas ellas, correspondientes a la tradición liberal del siglo XX.
Irreverentes, irascibles hasta la intransigencia, Apuleyo Mendoza, Montaner y Vargas Llosa blasonan desde hace ya algún tiempo las bondades del liberalismo contra la incuria del estatismo, del populismo y del nacionalismo. Tales son las causas —aseguran— del atraso secular que ha empobrecido de forma inexorable a casi una región completa.
Podría pensarse que, en aras de clarificar el sentido sus ideas, los autores simplifican diagnósticos de la realidad que no encajan con la concepción liberal que ellos sostienen —pensemos, por ejemplo, en las tesis de los economistas del estructuralismo cepalino, según las cuales hay en el subdesarrollo de América Latina factores como el clima institucional, más allá de los señalados por la “teoría de la dependencia”— u omiten ciertas realidades geopolíticas —como la presencia hegemónica e intervencionista de los Estados Unidos en varios países de la región a lo largo de la segunda mitad del siglo XX— a la hora de hablar del añejo sentimiento de rechazo hacia el imperio norteamericano.
Acaso sólo quede dudar de oficio de los aires de infalibilidad que despide la lectura de nuestros autores acerca de la realidad de América Latina (“contra los falsos dogmas —ha escrito en alguna parte Fernando Savater, citando a Alejandro Herzen—, contra las creencias, por más delirantes que sean, no se puede combatir sólo con la negación, por sabia que sea. Decir ‘no creáis’ es tan autoritario, y en el fondo tan absurdo, como decir ‘creed’”).
En ese sentido, quizá la mayor muestra de respeto hacia la obra conjunta de Apuleyo Mendoza, Montaner y Vargas Llosa no consista sino en esa forma superior del espíritu crítico que es la duda en la absolutez de las propias ideas: la duda que nos salva de la idiotez de nuestra propia ceguera.
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Acerca del autor
- Macultepec, Tabasco (1975). Economista y escritor. Autor de "Bajo el signo del relámpago" (poesía), "Todo está escrito en otra parte" (poesía) y "Con daños y prejuicios" (relatos). Ha publicado poesía, ensayo y cuento en diferentes medios y suplementos culturales de circulación estatal y nacional.
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