En esta su primera Bitácora de viaje por otro continente publicada en este blog, Rolando García de la Cruz escribe sobre su viaje a China, el gigante asiático que en sí mismo es un subcontinente surcado de maravillas y contradicciones: arte, cultura, historia, gastronomía y economía son parte de esa amalgama que no deja de sorprender por las implicaciones humanas que se trenzan en el pasado, el presente y el futuro de un país que ya desde su nombre se considera a sí mismo «el centro del mundo».
La llegada y salida del Aeropuerto Daxing, en Beijing —conocida como «la estrella de mar»—, me tomó dos horas. No es que el mero trámite migratorio fuera largo y engorroso; más bien era por la gran cantidad de extranjeros arribando al gigante asiático y por los turistas nacionales.
Las filas eran interminables, y encima el extraño acento de los chinos al hablar inglés hizo más confusa mi comprensión. De manera que un británico residente tuvo que hacerla de traductor para que no me metieran a la fila de los estudiantes y me dejaran en la de turistas.
Hutongs es el nombre que se le da a los antiguos callejones chinos. Algunos conservan las casas con su arquitectura original. Mi primera visita, después de dejar el aeropuerto, fue el callejón peatonal Nanluoguxiang. La también llamada «calle de ciempiés», con más de setecientos años data de la Dinastía Yuan. Es un lugar de bares, tiendas, restaurantes y cafés. Ahí pude ver las casas con los aleros levantados: los famosos techos. En una de sus callejuelas perpendiculares encontré alojamiento.
Todas las casas y negocios tenían la bandera roja con las estrellas amarillas; supongo que el gobierno las había distribuido. Todas eran de tamaño estándar. Se aproximaban las fiestas nacionales, por lo que ondeaban en las fachadas. Dicen que en estas fechas la mayoría de los chinos hace turismo nacional. Eso complica la movilidad en los lugares de interés.
El hostal fue un buen lugar para practicar mi mal inglés. Ahí conocí algunos europeos que andaban turisteando. Lo sorprendente es que suelen pasar meses en sus viajes. Algunos otros laboran en China. Había pocos latinos, apenas un par de uruguayos que eran maestros de español. Un filipino se acercó a mí en la cafetería para preguntarme si podía practicar su español. Me dijo que en las peleas de box de Juan Manuel «Dinamita» Márquez vs Manny «Pac-Man» Pacquiao la delincuencia en su país se mantuvo en cero durante las horas de transmisión.
Un taiwanés quiso también practicar su español básico, pero yo apenas podía adivinar lo que quería decir. Terminamos hablando en inglés. Con algunos chinos hospedados por asuntos laborales me divertí haciéndolos pronunciar correctamente mi nombre, pues para ellos la R (erre) tiene un sonido diferente; yo por mi parte me divertí tratando de pronunciar sus nombres, también complicados.
Al día siguiente, visité el Parque Jingshan o «Colina de la Perspectiva», un cerro artificial de 45.7 metros de altura formado con la tierra que se sacó para hacer los fosos y canales de la Ciudad Prohibida. Dicho material se trasladó a ese lugar usando solo el trabajo manual y la fuerza animal. Éste es el lugar donde el paranoico emperador Chongzhen se suicidó, luego del sitio de la ciudad por parte del ejército popular, poniendo fin así a la Dinastía Ming.
Desde allá arriba se tiene una buena vista de una parte de la ciudad. En sus cinco cimas hay pabellones y dentro del jardín algunos palacios que servían de solaz para las familias imperiales. Actualmente es un parque público donde la gente pasea y se hace fotografías entre una exposición de bonsáis. Una mujer danzaba con una gran cinta que emulaba un dragón. En chino a esa danza la llaman Cai dai wu dao.
El Palacio de Verano es una maravilla sobre el lago artificial Kunming que, según dicen, tiene forma de durazno. Según los chinos, el durazno es la fruta que representa la longevidad. El Palacio con ese gran barco que nunca navega, el Barco de mármol, es un pabellón hermoso y símbolo de la corrupción del imperio. Caminé por su gran corredor, de más de setecientos cincuenta metros y con más de catorce mil pinturas sobre sus techos con paisajes de la vida de la vieja China. Fue construido por orden de la emperatriz Cixi, para que ella pudiera recorrer los jardines en tiempos de lluvia.
Sobre «la colina de la Longevidad Milenaria» se encuentra la Pagoda del Buda Fragante. En medio del lago hay una isla que está conectada a tierra por un hermoso puente de 17 arcos, con sus 544 leones. Ahora es un gran parque, pero en sus inicios fue un lugar de actividades políticas, asuntos diplomáticos, residencia imperial y fue hasta una cárcel de gran lujo en que la misma Cixi recluyó por diez años a su nieto Guangxu, por intentar hacer reformas. Se le encerró en el pabellón Yulan, al que se le sellaron las ventanas y puertas, para que no tuviera contacto con el exterior y sólo pudiera acceder a un patio interior.
Al día siguiente, la visita fue al Museo Nacional de Arte. Ahí me ocurrió algo curioso: no verifiqué el horario de entrada y me presenté a las siete de la mañana pensando en aprovechar el día para poder hacer otras visitas. No estaban abiertas las taquillas y sólo me formé en una fila donde los que ya estaban formados me miraban y cuchicheaban. Casi todos eran jóvenes. Pasé la primera puerta de revisión, pero en la segunda me detuvieron.
Los guardias me hicieron una serie de preguntas y sólo atiné a decir en inglés que no comprendía nada. Les hablé en español, pero extrañamente —tratándose del Museo Nacional— nadie conocía estos idiomas. Mostré mi pasaporte, deliberaron un poco y uno de ellos con fastidio me indicó que pasara. Dentro de las salas me di cuenta de que había entrado con los trabajadores del Museo. Lo supe porque todos estaban apurados montando la obra, identificándolos, moviendo piezas y tomando notas. Estaban tan ajetreados que no iban a perder su tiempo ocupándose de mí. En ese momento comprendí que aún no había llegado el personal que atiende a los visitantes.
Después supe que el museo abre al público a las nueve de la mañana. Así que pude tomar fotos de las actividades de los trabajadores. Horas más tarde se inauguraría la nueva exposición y hasta me permití el lujo de fotografiarme con algunos de los artistas que exponían.
Para mi mala suerte, en estas fechas está cerrado el Mercado Nocturno de Wangfujing, ubicado en la calle conocida como «de los escorpiones». Ahí se puede degustar comida exótica entre la que se encuentran estrellas de mar, arañas, cucarachas, escorpiones, etc. Sólo visité la famosa calle peatonal de tiendas espectaculares, la librería internacional de Beijing y la torre del reloj.
Ahí también está la iglesia de San José con arquitectura colonial. Sobre las grandes banquetas había mujeres con trajes típicos bailando para los turistas. Es una avenida muy animada. También allí está el Mercado de las Sedas, un edificio de cuatro plantas donde uno no sabe con qué tipo de falsificaciones se topa. Tal vez por eso tiene fama de que sus vendedores son muy agresivos a la hora de regatear. A la mañana siguiente supe que esta calle está muy cerca de la Plaza Tiananmén.
El choque cultural es muy grande, empezando por la comida que en nada se parece a lo que se vende en los restaurantes chinos de américa. Algo básico es el arroz y las pastas. Sobre el arroz alguien me dijo: «¡Ni se te ocurra dejar clavado los palillos en tu cuenco de arroz de forma vertical, para los chinos simboliza la muerte!». No hay postre y de tomar sólo agua caliente.
Es válido que, uno como occidental, pida un refresco o una cerveza para acompañar cuando se está en un restaurante. El uso de los palillos es todo un arte. Uno tiene que aprender a dominarlo, si no quiere estar haciendo un «embarradero» sobre la mesa. A diferencia de Occidente donde cada comensal tiene su propio plato, en China sólo es individual el cuenco de arroz; los demás platos son comunitarios: cada comensal toma con sus palillos de cada plato y lo engulle a gusto. Se pone tanta comida en las mesas que casi siempre terminan los platos con la mitad de su contenido. Los chinos hacen mucho ruido al comer; si les gusta la comida, hasta eructos se escuchan.
Los inodoros son otro choque cultural. La primera vez que los vi, de primera instancia no supe que hacer con ello. Luego mirando fijamente entendí cómo se usan. Se trata de un agujero en el piso. Uno hace sus necesidades en cuclillas, es muy incómodo para quienes no estamos acostumbrados a estar de esa manera. Los chinos usan esa posición no sólo para ir al baño sino también para esperar el autobús, leer el periódico, fumar un cigarrillo, etc. Es común ver a la gente, hasta ancianos, en esa postura mientras descansan. La hora de la verdad es cuando uno se encuentra en pleno verano y con muchas ganas de visitar el sanitario. Los baños están llenos. El problema es que en algunos no hay divisiones entre los inodoros y uno expone el trasero a la vista de todos. Es un buen momento para socializar con los chinos.
El choque cultural es muy grande, empezando por la comida que en nada se parece a lo que se vende en los restaurantes chinos de américa. Algo básico es el arroz y las pastas. Sobre el arroz alguien me dijo: «¡Ni se te ocurra dejar clavado los palillos en tu cuenco de arroz de forma vertical, para los chinos simboliza la muerte!».
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