En esta tercera (y última) entrega de su viaje a Tila, Rolando García narra a sus lectores el incidente que vivió mientras recorría las calles de esa localidad chiapaneca buscando registrar gráficamente el colorido y la vivacidad de su tianguis. El malentendido detrás del incidente le permitió asomarse a un conflicto social y político que arroja luces sobre un añejo y profundo desorden institucional.
Desperté, todo se veía oscuro. Hoy es el último cambio de horario de verano, lo había olvidado. No sabía si adelantar la hora o atrasarla. El caso es que no quería encender mi celular, debido a lo descargado de la batería; aun así, me bañé y subí a entregar la llave del cuarto.
La puerta del hotel todavía estaba cerrada, pero el recepcionista me abrió y salí. La calle estaba inundada de vendedores. Frente a la puerta del hotel se instala el tianguis, de manera que algunas mujeres tuvieron que apartar sus bolsas para que yo pudiera bajar de la banqueta del hotel. Encendí mi teléfono celular para empezar a capturar imágenes y caminé entre la gente tomando fotos a los productos, a la multitud. Vendían flores, panes, incienso, cacao, palmillas pequeñas y unas más grandes. También vendían pollos, cerámica local.
Subí al parque. En una de las fondas probé los tamales de bola, de pollo y de cerdo. Pedí un café, bajé a comprar pan. Mientras platicaba con la señora de la fonda y su hija, aproveché para cargar mi celular. Ellas igual me hablaron de las fiestas del Cristo. Después subí a escuchar la misa de siete. Cuando terminó la misa bajé otra vez a tomar registros fotográficos del tianguis.
En uno de los puestos compré un kilo de café molido, le pregunté a la vendedora el procedimiento de preparación, dijo: “Se le agrega al agua hirviendo”. En eso se acercó una mujer diciendo: “¡No, se hierve!”. La vendedora reviró: “¡Así se le va todo el aroma y el sabor!”. Ambas mujeres empezaron el debate, yo en medio escuchándolas. Para terminar con la discusión les dije que lo intentaría de las dos formas. Me despedí de ellas y continué tomando fotografías.
Más adelante noté que un hombre de playera amarilla y cachucha me miraba con insistencia. Pasé a su lado sin darle tanta importancia, luego subí hacia el hotel entre lo apretujado de la gente. Iba capturando algunas fotos, cuando de pronto sentí un empujón, giré y vi al hombre de amarillo que me preguntó de forma grosera por qué tomaba fotos. “¡Sólo ando turisteando y capturando imágenes a los productos que se venden, porque me llaman la atención!”, dije. “¿Quién te dio permiso de tomar fotografías?”, insistió con su actitud grosera. “¡No sabía que se tiene que pedir permiso para tomar fotos!”. “¡Sí, tienes que pedir permiso!” “Bueno, pues vamos a ver a dónde pueda pedir permiso”, dije.
Primero pensé que sólo se trataba de un simple borracho. Mientras bajábamos entre la gente, él por delante giraba para cerciorarse de que no me escapara. Sin embargo, yo lo seguía. La gente se empezó a dar cuenta del incidente. El tipo comenzó a hablar por medio de un pequeño radio comunicador. Cuando llegamos al entronque con la otra calle, se acercó otro hombre de camisa azul y ambos me tomaron por los brazos, a pesar de ir en calma.
Les pregunté a dónde se tenía que pedir permiso para tomar fotografías. El hombre de camisa me dijo con una calma y amabilidad en su semblante que no me preocupara, que podría comentar lo que hacía, al lugar donde me llevarían. La gente ya había detenido sus actividades y estaban viendo lo ocurrido. Yo pasé de la tranquilidad a la vergüenza de que me llevaran como si fuera un delincuente. Avanzamos junto a las escaleras que llevan a la iglesia. Les pedí que me soltaran, dije: “No es necesario que me lleven tomado de los brazos”, pues los acompañaría a donde fuera preciso.
Pensaba en que iríamos al Palacio Municipal o alguna caseta de policías. Ahí comentaría sobre mi visita como turista y se terminaría todo. Me soltaron, continuamos bajando la calle donde ya no había puestos, sólo tiendas. Reparé en que ya nos estábamos alejando del centro. El de amarillo seguía hablando por el radio, entonces pregunté a dónde estaba la policía. Fue un error hacer esa pregunta porque me volvieron a tomar por los brazos, ahora con violencia. Entramos por unas calles. El de azul dejó de portarse amable, dijo: “¡Aquí no hay policías, la policía somos nosotros!”. Le dije al de azul: “Oye, pero entonces me están secuestrando”. “¡Cállate, ahorita vas a ver a dónde te vamos a llevar y allá vas a decir todo lo que quieras!” “¡Para qué vienes a tomar fotografías!”. Se empezaron a poner más impulsivos. Bajamos a grandes zancadas por una de las calles. A la sazón pensé que mi error fue cooperar con ellos. Debí haber hecho un escándalo en el tianguis y tal vez la gente hubiera intervenido.
Más adelante venían unas personas y disminuimos el paso, saludaron a las personas, que me miraron extrañadas. Supuse que estaban disimulando. Me dije: “Tal vez son unos ladrones, me llevaban a algún lugar para extorsionarme, en el mejor de los casos”. Razoné: «Me despojarán de todo, me dejarán libre», pero luego creció mi miedo cuando supuse que podrían ser de la delincuencia organizada y podría ya no regresar. Volví a pedirles que me soltaran, iría con ellos. Me soltaron, continuamos por unas calles donde ya no se veía gente. Mi miedo aumentó. Más adelante vi a lo lejos a un joven sentado en la banqueta, quien nos miraba. Luego atravesó la calle y entró a un lugar parecido a un taller.
Primero pensé que sólo se trataba de un simple borracho. Mientras bajábamos entre la gente, él por delante giraba para cerciorarse de que no me escapara. Sin embargo, yo lo seguía. La gente se empezó a dar cuenta del incidente. El tipo comenzó a hablar por medio de un pequeño radio comunicador.
En una situación así todos parecen coludidos. Me imaginé que el joven había ido a avisar que ya veníamos, pero pasamos de largo. Bajamos una pendiente, vi las torres de una pequeña iglesia. En mi desesperación e ingenuidad me preparé para echar a correr, con la idea de entrar a la iglesia para pedir ayuda, pero justo cuando íbamos pasando, vi que la iglesia estaba cerrada. Me detuve un poco, ellos me tomaron otra vez con violencia y continuamos avanzando ya en silencio.
A lo lejos vi a un grupo de cinco hombres en la calle. Supe que habíamos llegado y que ya no podía hacer más. Mi suerte estaba echada. Avanzamos, ya los hombres nos miraban. De pronto miré al edificio que tenían enfrente. Emiliano Zapata me había salvado, junto a su rostro un letrero decía “Casa Ejidal”. Una felicidad recorrió mi cuerpo. Al llegar, los tipos me soltaron con violencia frente a los hombres, pero yo ya había recuperado los ánimos, por lo que ya poco me importó. Les pregunté a los que nos esperaban si ellos laboraban en la Casa Ejidal.
El que estaba sentado en una banca larga y parecía más grande que los demás contestó afirmativamente. Entonces le comenté que yo solo había llegado a Tila para conocer al Cristo Negro, que ya había visitado el cerro de la Cruz, iba de Tabasco sólo como turista, pero no sabía que tenía que pedir permiso para tomar fotos. El hombre de la banca me miraba interesado con una sonrisa afable y tranquila.
Me empezó a explicar que debido a problemas con los reporteros que van a recoger datos y mal informan en las redes sociales, han tenido que cuidar el manejo de la información. Cuando se va a hacer un trabajo de investigación o documentar algo, se tiene que ir a pedir permiso a la Casa Ejidal, para ver de qué se trata, de qué lugar van. Pero cuando se trata de turismo no es necesario.
El de camisa azul insistió en su violencia, dijo: “¡Que muestre su credencial!”. Por un momento pensé que me pedirían «una mordida», o algo así, pero ya más tranquilo saqué mi cartera a la vista de todos, entregué mi INE al de la banca. Él la miró sin tanta importancia y me la devolvió. Luego comentó que ellos se han organizado para cuidar al pueblo, no hay policías, ni funcionarios del gobierno en Tila. La gente pasaba, nos saludaba. Al hombre de la banca quien vestía una camisa morada remangada y pantalón café, le dije que tenía intenciones de regresar en enero para la fiesta patronal. Él contestó: “¡Eres bienvenido!”.
Los hombres que me habían traído dijeron: “¡Bueno, nosotros ya nos vamos, tenemos que hacer otras cosas!”. El de amarillo se me acercó, se disculpó y me dio la mano. Luego se aproximó el de camisa azul igual, me tendió la mano mientras se disculpaba. Les dije que comprendía que estaban haciendo su trabajo, pero que mientras ya me habían dado un susto. Todos reímos mientras ellos se alejaban.
El hombre de la banca dijo que se han organizado de esa manera por que los de la presidencia no estaban resolviendo los problemas de la comunidad. Comentó que los del Palacio Municipal tuvieron que huir a instalarse en Petalcingo, comunidad perteneciente a Tila. Viendo lo lejos que está la Casa Ejidal, pregunté el por qué no habían utilizado el Palacio Municipal como Casa Ejidal. Me refirió que en 2016 quemaron el Palacio Municipal, la biblioteca, telecom y las oficinas de la policía. Esto, por los problemas de tierras del ejido, pues no han podido deslindar bien los terrenos ejidales.
El asunto ya es histórico. Luego hablamos del Cristo negro. Según sus datos, tres Cristos negros fueron traídos por los frailes para evangelizar. Uno de ellos es el de Esquipulas, Guatemala, y el otro está en Panamá. Sobre la cueva, dijo: “La gente creé que ahí apareció, pero en realidad fue ahí donde lo escondieron durante el gobierno de Tomás Garrido, pues habían amenazado con quemar al Cristo”.
Le pedí que me dejara tomar una foto al mural que se encuentra en una de las paredes del exterior. En el mural están plasmados la parroquia, una casa típica, la celebración del día de los muertos, la gastronomía local, un hombre sembrando maíz, algo de la flora y la fauna. Le consulté si aún había guacamayas y quetzales. Dijo que no, pero que si hay venados y jaguares.
Me llamó la atención, en el mural, un grupo de hombres bailando con algo como un caballito sobre sus hombros y cabezas. Pregunté si era “la danza del caballito”. Dijo que no, que se trataba de un baile para el carnaval. Dijo que su hijo basó su tesis en la fiesta del carnaval. El hombre de la banca resultó ser un maestro de primaria que colabora con el servicio de vigilancia en el ejido.
Luego llegó otro hombre quien al escucharnos entró a la plática, y me comentó nuevamente del día en que unos tipos se robaron un coche en la salida de Salto de Agua y en su huida entraron al ejido de Tila. Pero como las comunidades están organizadas de manera que se echaron “el pitazo” de que los ladrones iban a pasar por ahí, ya los estaban esperando. Los ladrones, al verse acorralados, abandonaron el vehículo robado ─una camioneta ─ y huyeron al monte.
Ellos lograron capturar a una chica y a un chavo, aunque los demás escaparon. Después le contamos al tipo el motivo del por qué yo estaba ahí con ellos, y aún seguíamos riendo. Finalmente me despedí del maestro, quien dijo llamarse Pascual. ¿Qué digo si me vuelven a preguntar el por qué estoy tomando fotos? “Diles que ya viniste a hablar a la casa ejidal”, mientras reía. Le pregunté por la localización del cementerio, me indicó que estaba a dos cuadras. Bajé y doble a la derecha en la primera calle.
Al llegar, unos hombres estaban decorando la puerta, dudé por un momento en fotografiarla, pero como la casa ejidal estaba cerca tomé las fotos delante de los tipos. Entré al cementerio. Muchas de las tumbas estaban decoradas con arcos de palmillas grandes, algunas tenían flores de cempasúchil. Más adelante saludé a un hombre y le pregunté si podía tomarle fotos trabajando, accedió. Luego me indicó que bajara para ver una iglesia a medio construir. Lo hice, pero una mujer me dijo que no era el camino que había tomado; me indicó otro y ese nuevo camino estaba trunco, así que decidí salir del cementerio.
Subí por una calle que me llevó a un costado de la iglesia principal, por ahí pedí permiso a unas ancianas para tomarle una foto a su altar inconcluso. Casi todos los altares tienen un arco bajito con mucha palmilla grande. Entré al parque para ver con detalle el Palacio Municipal, que en efecto está destruido y abandonado. Bajé entre los puestos del tianguis, la gente cuchicheaba al verme pasar.
Entré a mi hotel, pedí la llave, el dependiente se me quedó mirando, tal vez pensó que algo le comentaría. Supongo que la noticia se regó como pólvora. Después de cepillarme los dientes e ir al baño, entregué el cuarto. Salí y pasé nuevamente por donde me habían detenido los ejidatarios. La gente me miraba con curiosidad, mientras yo los veía con mis lentes oscuros un poco avergonzado. Fui a comprar mi boleto de regreso a casa.
Subí nuevamente a la iglesia a la misa de 12. Ahora había muchos jovencitos acomodando las bancas, porque tenían sus clases de catecismo. No terminé la misa, bajé a tomar el autobús para salir del pueblo. En el viaje de regreso pensé en todo lo que había sucedido. Recordé la masacre de san Miguel Canoa, en la crónica “¡Aviéntales el cerillo, son secuestradores!” con la que Humberto Padgett ganó el Premio Nacional de Periodismo en el 2012. Otro linchamiento más, de tres hombres en Hidalgo, ocurrió en el 2018. El último caso ─el de Daniel Picazo─ se trató del linchamiento de un joven asesinado y quemado en su propio pueblo, en Puebla. Aquí mismo en Chiapas se han dado varios casos.
Acerca del autor
- Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.
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