En esta segunda parte de su bitácora de viaje a Tila, Chiapas, Rolando García De la Cruz lleva a sus lectores por algunos recovecos de esa serrana localidad del norte chiapaneco y se interna con ello en una vieja cueva que guarda el misterio de la aparición del Señor de Tila.
En Tila hay muy pocas casas coloniales, casi todas son casas contemporáneas de clase media baja, y tienen el desorden y carencias de todas las ciudades pequeñas.
Bajé al parque, donde pude ver un edificio muy grande que estaba en ruinas. Parece haber sufrido algo de destrucción, pues había rastros de humo; su portón estaba cerrado y había mucha hierba. Desde el parque se podía ver las montañas reverdecidas, di un paseo por las bajadas y escaleras del pueblo. Le pregunté a un niño por cómo llegar a la cruz del cerro, y después de indicármelo, enfilé hacia allá.
Subí por una calle hasta que encontré una cruz blanca. Desde ahí iniciaban unas escalera y dos hombres se veían haciendo algo. Al primero que me encontré se trataba de un anciano cargando leña con un mecapal, quien me habló de las escaleras hasta llegar a la cruz y de la cueva donde apareció el Cristo. Me preguntó de dónde provenía y me deseó suerte.
Mas adelante encontré a otro hombre, que me habló de las fiestas del pueblo. Me dijo que los peregrinos suben al cerro, hacen sus promesas y duermen arriba. En la cueva sólo queda la base de la cruz. En la cabeza antes había agua bendita, “es una pocita”, dijo. No entendí a qué se refirió, supongo que describía un contenedor, porque también dijo: “Vinieron unos de Comitán, con un marro lo tumbaron, se lo robaron, pero no vivieron mucho; como castigo, se fueron en un voladero”, afirmó.
También comentó que el Cristo de Tila y el Cristo de Esquipulas se comunican a la media noche, aunque no dijo de qué manera, con qué objeto o cómo lo sabía. Me advirtió que después de las escaleras había rocas acomodadas como escaleras, pero ya en la cima era terracería. Dijo que arriba vivía gente, para que no fuera molestada. Me recomendó que dijera que ya había hablado con él, el señor Gilberto, quien tiene ocho años de ex comisariado en el ejido y vive al inicio de las escalinatas, cerca de la primera cruz.
Las escaleras están muy bien cuidadas, son amplias, pero muy largas. Todo el recorrido es boscoso. Encontré varias flores enormes y plantas que no conocía. De animales, sólo hallé aves. Junto a las escaleras corrían largas mangueras negras y en algunos puntos había fuentes debido a las fugas.
Por fin llegué hasta la cima, ahí se tiene un espacio techado con bancas, pero sin paredes, supongo se hacen misa en las festividades. Había un replica pequeña del Cristo negro y una enorme cruz de concreto, es la que se ve desde el pueblo. También había una cruz muy grande de madera. También me enteré de que antes de la de concreto, la de madera estaba colocada como señal.
Se infiere que pocas horas antes habían subido otras personas, ya que ocho veladoras nuevas estaban encendidas. Había algunas ramas y hojas de pino en el suelo. Pregunté a una buena mujer sobre la cueva donde dicen que apareció el Cristo y me indicó que más abajo se encontraba, muy cerca estaba la cueva. Bajé y a mi derecha vi un camino cercado de unas maderas y lazos. Mientras bajaba encontré varias pequeñas excavaciones. Dentro había barro. Supuse que la gente lo utilizaba para la alfarería. Por fin encontré la cueva. Sobre una roca había el siguiente mensaje: “Cuentan los abuelos que en esta cueva apareció nuestro Señor de Tila, cueva de amor y paz”.
La cueva estaba muy estrecha y la reja de resguardo estaba abierta, tenía unas escaleras de concreto muy pequeñas. Descendí unos peldaños, pero dudé. Regresé sobre mis pasos, volví a intentarlo y tenía miedo de encontrar alguna serpiente u otro animal. Me armé de valor, entré un poco más. Dentro se veía un resplandor. Me asomé y alcancé a ver veladoras al fondo. Con los pies fui tocando los escalones en la oscuridad.
Había una gran columna geológica que conectaba el techo con el suelo en esa estrecha cueva, supongo que a esto se refería don Gilberto como “la base”. Agachado, avancé hasta llegar a la columna y pasar hasta donde estaban las veladoras. Había algunas tiradas por el suelo. Sobre otra formación rocosa superior también había veladoras, pero ya todas apagadas; mucha cera derramada en ese escalón. Sobre otra parte de las formaciones había ramos de hierbas medicinales, velas prendidas y algunas pequeñas vasijas de arcilla fresca.
Un escalón más abajo había otras piezas de barro fresco como cabezas, tubos y vasijas muy pequeñas que estaban recién puestas. Del otro lado de la cueva se veía un claro, había otras escaleras de salida y luego una reja abierta. Salí por su estrecha puerta. Desde afuera se veían muy bellas las veladoras encendidas en la oscuridad.
Se apagó mi teléfono y comencé el descenso. En el camino comí unas pequeñas tunas rojas, y aunque la bajada era rápida, estaba muy cansado. Las piernas me temblaban por el esfuerzo de la subida y tuve que descansar cuatro veces en las bancas de concreto, antes de llegar al final de las escaleras. Sentía mucha hambre y cansancio. Subí por una larga calle que me llevó directo de la cueva hasta la calle principal del pueblo, donde había encontrado al niño que me había indicado el camino a la cueva.
Casi llegando a la cima encontré una antigua foto de una mujer indígena. Detrás de ella se ve parte de un mural del Cristo negro y la leyenda “Recuerdo de Tila, Chis”. La foto parece haber pasado mucho tiempo en la calle, pues se ve despintada, maltratada tal vez por los autos o los zapatos de la gente. Me pareció muy interesante la foto por el personaje, el contexto y lugar donde lo encontré, así que la llevé conmigo.
Subí a la calle principal, entré a un restaurante. Pregunté si ofrecían algún platillo típico del lugar y me dijeron que la comida típica era el mole, el caldo de pollo y otros platillos que se encuentran en casi todos los lugares de México. Pedí mole de pollo. También solicité que me permitieran cargar de energía a mi celular.
La cueva estaba muy estrecha y la reja de resguardo estaba abierta, tenía unas escaleras de concreto muy pequeñas. Descendí unos peldaños, pero dudé. Regresé sobre mis pasos, volví a intentarlo y tenía miedo de encontrar alguna serpiente u otro animal. Me armé de valor, entré un poco más.
Después de la comida, caminé por la calle principal hasta encontrar una panadería. Mas adelante descubrí advertencias que hacen los ejidatarios a la gente para que no deje la basura en cualquier esquina, so pena del pago de mil pesos por concepto de multa. Avancé hasta encontrar a un borrachito dormido en la banqueta. Subí por una calle que da al costado izquierdo de la iglesia. Los negocios ya estaban cerrados.
Algunas personas pasaban con grandes manojos de palmillas grandes para sus altares. Llegué hasta el parque para tomar algunas fotos a los cerros y la puesta del sol. Comenzaba a entrar la noche, se sentía fresco. La neblina empezaba a hacerle compañía a las cimas de los cerros. Di una vuelta por la calle principal, el tianguis había desaparecido. Volví a la iglesia para tomarle algunas fotos. Entré al santuario y un grupo como de veinte jovencitos hacía oración en grupo. Los chicos no pasaban de los veinte años y el líder parecía un muchacho inquieto. Salí al patio de la iglesia a tomar fotos. Todo se veía solitario.
Volví al parque. Me acerqué a uno de los puestos de comida y pregunté a una señorita si tenía café orgánico. Dijo que no, pero que podría preparar uno, que iría a comprar un sobre de nescafé. Prefiero el natural, le dije. Me recomendó ir cerca de la terminal de las “vans”. Dijo que ahí sí hacían café orgánico. Fui, pero no encontré nada. Resignado, regresé a donde la chica para que me preparara el nescafé y para tomarlo con el pan que había comprado, pero ya había cerrado su negocio. Al no haber más que hacer, me fui a mi hotel donde no había un alma, más que el señor de la recepción. Dejé mis cosas y salí a comprar un refresco.
En el hotel tuve el presentimiento de ser el único huésped, pues todas las puertas de los cuartos estaban abiertas y no se escuchaba a nadie. Por la noche todo se mantuvo solitario y, por lo tanto, silencioso. Busqué un contacto de energía, pero no había ninguno. Ahora comprendía por qué había tantos letreros en los negocios donde ofrecían cargar los celulares. Puse mis pies sobre la pared para descansar un rato, las pantorrillas me dolían. Luego de acomodarme, me quedé bien dormido.
Acerca del autor
- Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.
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