Monte Albán, el cerro del jaguar.

Situada a casi dos kilómetros sobre el nivel del mar, la zona arqueológica de Monte Albán, en Oaxaca, es una visita obligada para quien desee seguir los rastros del pasado zapoteco de ese importante y tradicionalista estado mexicano. Rolando García De la Cruz escribe en esta bitácora de viaje sobre su visita a un lugar cuyo nombre, en sus raíces zapotecas, significaría “Colina o Monte del Jaguar”.

Me levanté muy temprano, la garganta me ardía. Después de un baño, salí del hotel. Fui a lo de doña Tere. La señora de la fonda se sorprendió al verme sólo
con una playera delgada. “¿No tienes frío como nosotros?” “Sí, pero olvidé la chamarra; se siente mucho frío, pero creo que saldrá el sol”, contesté.

Después de pedir el respectivo chocolate con pan de yema, pedí unas entomatadas. De regreso al hotel tomé mi mochila y me dediqué a buscar los autobuses que por 90 pesos me llevarían a la zona arqueológica de Monte Albán. Tenía la idea de que ese lugar estaba muy lejos de la capital, pero en realidad es sólo subir las montañas para alcanzarla. Mientras remontábamos la pendiente, podíamos ver la capital, cada vez más chiquita. Luego las nubes que alcanzaban algunas crestas borraban de mi vista a los pueblos. Me puse la chamarra porque se sentía mucho frío.

Por fin llegamos a Monte Albán. Está a 1,940 metros sobre el nivel del mar. Me dirigí a la entrada principal. Por ser domingo, y con tan sólo presentar mi INE, pude ingresar sin contratiempos. Tenían un altar a los muertos que estuvo bien elaborado, sólo que a esas fechas ya todo estaba destruido; supongo los perros que andaban por ahí habían dado cuenta de ello. Hasta un cuadro pictórico estaba revuelto entre flores de cempasúchil y decoraciones en el suelo.

Caminé y empecé a fotografiar a las pequeñas estructuras que encontraba a mi paso. Luego llegué a la tumba siete, la más famosa. Se dice que fue la primera con una gran riqueza descubierta en América. En ella se encontró un cráneo forrado de turquesa, entre otros objetos cubiertos de este mineral, los pectorales de oro del dios de la muerte y del dios del sol, una copa de vidrio, huesos labrados, besotes, piezas de concha, objetos de plata, etc.

También pasé por la tumba 104, la de los murales, a la que fue invitado el general Lazado Cárdenas, para abrirlas al mundo. Desgraciada, o afortunadamente, las tumbas están cerradas al público por ahora. Sólo había una que sí estaba abierta, y fue a la que entré. Pero era de techo muy bajo, tanto que uno no se puede incorporar. Estaba completamente vacía, sin murales.

Avancé hasta llegar a la cima de la plataforma norte, donde ya muchos extranjeros se habían dado cita. Subían y bajaban las pequeñas pirámides de esa zona. Desde esta parte se tiene la mejor vista de la plaza central y los pueblos de los valles. Se supone que los zapotecas aplanaron la cresta de esta montaña para construir el centro ceremonial.

Pronto empezó a sentirse calor y me quité la chamarra. Tomé varias fotos de las estructuras. En algunas partes de los patios hundidos se estaban haciendo restauraciones, por lo que no estaba permitido acceder. Bajé a la plaza central, que tiene casi trescientos metros de largo por más de cien de ancho; aunque de primera instancia pareciera un rectángulo perfecto, no lo es, pues tiene lados desiguales.

Vi a un hombre escalar una de las pirámides para alcanzar un sombrero que se le había volado a una mujer, el problema es que en esa parte del edificio estaba prohibido el acceso. Recordé los casos que se han dado en Chichen Itzá, donde han golpeado a turistas por escalar el Castillo, una de las siete maravillas del mundo moderno. Una mujer le gritó al hombre que bajara inmediatamente, que dejara el sombrero. El hombre contestó que ya le habían dado permiso de subir. Enseguida bajo el hombre con el artículo y nada ocurrió.

Más adelante encontré un nicho, dentro una enorme roca tallada. Empezó a llover, por lo que tuve que sacar la chamarra. No había donde resguardarse, hay muy pocos árboles. Mirando hacia la plataforma sur, caminé por el lado izquierdo de la plaza central, hasta alcanzar la base de la plataforma. En su esquina izquierda, encontré algunas rocas con relieves y desde ahí se podía ver algunos pueblos en los valles.

Mucha gente ya estaba subiendo y bajando esa pirámide, por lo que hice lo propio. Arriba encontré tunas rojas, ya listas para comer. Sobre la cima se podía ver más pueblos en los valles. Un par de extranjeras se ofrecieron a tomarme una foto. Les agradecí el detalle. Platicamos algunos minutos, pues este mismo día ellas volaban a la Ciudad de México.

Bajé nuevamente a la plaza central, el sol quemaba, así que me quité la chamarra. Recorrí la parte contraria sobre su esquina derecha, es decir, hacia el Templo de los danzantes, donde encontré una serie de rocas grabadas. Los personajes de las rocas son hombres con características olmecas: obesos, de labios gruesos. Escuché decir a uno de los guías que, aunque se les llama “danzantes”, por las posiciones festivas en las que aparentan estar, en realidad son prisioneros sacrificados. A todos se les extrajo el corazón y la mayoría parecen castrados. En la amputación del miembro viril aparecen volutas.

En una de las esquinas del templo había una fila de gente. Me formé y pude entrar por una pequeña puerta para ver que en su interior se pueden apreciar sobre las paredes más estelas con sacrificados, incrustadas en el edificio. Luego pasé a mirar los edificios dentro de la plaza central. Ahí hay dos observatorios. Uno de ellos es un peculiar edificio con forma de punta de flecha y en sus paredes hay representaciones de cabezas humanas. Se supone que representan a los pueblos vencidos. Ambos observatorios estaban cerrados, pero por lo que escuché de los guías, uno de ellos tiene una entrada de luz muy pequeña que llega a un pasillo interior del edificio. Algunas veces entran los rayos de sol de manera vertical al pasillo. Este fenómeno ocurre muy pocas veces al año.

Al salir de la plaza central, visité el juego de pelota, que es un espacio hundido muy bien conservado. La mayoría de los edificios lucen sus “tableros escapularios”, que son taludes y sobre el tablero tienen una moldura doble que sobresale a manera de cornisa. Nunca había visto esta arquitectura. Los trazos de la ciudad me recordaron a Teotihuacán, su ciudad hermana, pues se dice que en Teotihuacán había un barrio zapoteco.

Bajé nuevamente a la plaza central, el sol quemaba, así que me quité la chamarra. Recorrí la parte contraria sobre su esquina derecha, es decir, hacia el Templo de los danzantes, donde encontré una serie de rocas grabadas. Los personajes de las rocas son hombres con características olmecas: obesos, de labios gruesos.

Regresé a la entrada principal de la zona arqueológica para visitar el museo de sitio. El museo es muy pequeño, pero tiene piezas muy interesantes, como una gran colección de estelas, una vasta colección de cerámica, algunos cráneos con deformaciones, trepanaciones y enfermedades. Había muchas urnas funerarias, tan elaboradas como interesantes.

También había ejemplos de enterramientos, como el de los cuatro cráneos de niños. En los textos del descubrimiento del lugar encontré nuevamente el nombre de Guillermo Dupaix como uno de los involucrados. Justamente es él quien encuentra a los primeros cinco danzantes y hace el primer bosquejo de la plaza central. Al salir del museo vi llegar a más extranjeros. Para esa hora de la tarde el hambre apremiaba y la garganta me dolía. Entonces empecé a toser, noté que me estaba poniendo afónico. Bajé a tomar el autobús para regresar a la capital.

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Acerca del autor

Rolando García de la Cruz
Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.

About Rolando García de la Cruz

Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.