En los albores de la pandemia provocada por el Covid-19, Rolando García de la Cruz viajó a Mérida, Yucatán, donde antes del confinamiento obligatorio que estaba por comenzar pudo hacer unas cuantas visitas a algunos de sus museos, recintos culturales y a la ineludible Chichén Itzá. Ese recorrido bastó, no obstante, para capturar un poco del encanto que ejerce «la Ciudad Blanca» sobre quienes vuelven a ella una y otra vez.
Tuve la mala suerte de que justo en estos momentos se recrudecieran algunas medidas precautorias, debido a la pandemia del Coronavirus surgido en Wuhan —China— hace unos meses atrás.
A pesar de que estábamos en la fase uno, precisamente el día de mi llegada a «la blanca Mérida», parecía que pasábamos a la fase dos. Sabía que Yucatán tenía apenas un caso confirmado de Covid-19. Se trataba de una mujer recién vuelta de España y había dado positivo con la enfermedad, por lo que la península se estaba preparando para evitar los contagios.
Sin mucha preocupación, me instalé en el «tiempo compartido», que se ubicaba algo alejado del Centro Histórico, pero aun así se podía llegar caminando. Después de tomar un baño, salí a recorrer la ciudad.
Siempre es un placer caminar por el casco antiguo de Mérida. Entré a la oficina de turismo. La chica fue muy amable en regalarme la agenda cultural del mes, pero me informó que debido a la pandemia actividades como el pok ta pok (juego de pelota), el deporte milenario maya, las vaquerías (los bailes frente al Palacio Municipal), la serenata de Santa Lucía, la boda mestiza, etc, estaban clausuradas.
Sólo quedaba visitar los museos y pasear por la capital. Di una vuelta por el parque central. Enseguida entré a una pequeña plaza de arte. Ahí me sorprendió el vigilante al detenerme. Me ofreció gel para las manos informándome que eran las nuevas medidas sanitarias. Entonces pensé que algo serio se venía, y yo en pleno viaje.
Mi primera visita la hice a la casa plateresca de los Montejo, que funciona como un museo donde se conservan y exhiben objetos, muebles del siglo XIX y principios del siglo XX pertenecientes a la familia Montejo. También hay unas salas de exposiciones temporales donde se mostraba una colección de alebrijes de una escuela de arte oaxaqueña. En otra sala una serie de fotografías sobre zonas arqueológicas y de la vida yucateca.
El pórtico de la casa es muy interesante, porque en él está representado Francisco de Montejo realizando los doce trabajos de Hércules. Pero podría también ser escandaloso, porque se puede ver a soldados españoles pisando cabezas mayas, como mero ejemplo de dominio y sometimiento.
Afortunadamente el Palacio de Gobierno estaba abierto. Entré a ese hermoso edificio con un amplio patio central; sus columnas, puertas y escaleras le dan un gran toque de belleza. Pude pasar a ver los hermosos murales de Fernando Castro Pacheco junto a un nutrido grupo de extranjeros.
Los murales hablan de los orígenes del mundo: desde la versión del Popol Vuh, la guerra de independencia, la guerra de castas y la venta de mayas a Cuba. En los murales pude ver el suplicio del guerrero Jacinto Canek, de quien se dice que fue coronado con la corona y el manto de la virgen de la iglesia de Sisteil, como rey de los mayas.
Ejecutado por los españoles en la plaza principal de Mérida, el suplicio consistió en arrancarle la carne con tenazas calientes, le rompieron la cabeza con una barreta, le sacaron los ojos y lo descuartizaron. Afuera de la ciudad fue incinerado y sus cenizas esparcidas al aire.
Andando por el centro me encontré al famoso maquech. Unos escarabajos que los yucatecos adornan con piedras de fantasía y una cadena. Esto para que las mujeres puedan usarlo como prendedor.
Según la leyenda, es el joven maya Chalpol convertido en joya viviente. Por curiosidad les tomé algunas fotos, luego reparé en que en la pecera donde se encontraban comiendo de sus troncos, había una nota que decía: «$20 pesos por cada foto». No supe si era broma, pero disimuladamente me retiré.
Mi siguiente visita fue el Museo Fernando García Ponce. Este edificio de más de 400 años que empezó como la casa episcopal, con tantos cambios es ahora una institución dedicada al arte contemporáneo.
En sus salas había una instalación llamada «Planos disfrazados», de Beatriz Morales. La pieza Kihaab, elaborada con fibra de henequén, tinta acrílica sobre tela de algodón y costales de yute, se presenta como una mega cortina con mechones de colores.
Por un lado, una pantalla mostraba un performance con la cortina. Varios hombres llegan con la pieza en una camioneta a un campo de futbol rural; bajan la pieza y la arrastran por la mitad del campo, hasta extenderla completamente, es inmensa.
A la hora de la comida aproveché para ir al Mercado de Santiago a probar el relleno negro con un agua de lima. Para continuar con el recorrido cultural, ingresé al Centro Cultural Olimpo, donde se exponían unos dibujos de Picasso y una colección de dibujos de vestuario antiguo en obras de teatro.
El personal me invitó a pasar a la sala de cine, donde encontré a 25 ancianos listos para ver cine de arte. Un joven salió al escenario y nos habló sobre los falsos documentales. Presentó «Un día sin agua», que hablaba sobre el problema de la escasez de agua en un pueblo de Yucatán. Luego proyectaron la película «Te prometo anarquía».
Por la noche encontré en las redes sociales que la Secretaría de Educación Pública había enviado un comunicado por el que se adelantaban las vacaciones de Semana Santa, del 17 de marzo al 20 de abril, como medida cautelar ante la expansión del virus en nuestro país. Esto último por recomendación del Dr. Hugo López Gatell, Subsecretario de salud, quien pedía no tomar el cese de clases como vacaciones, si no como un llamado a quedarse en casa con el fin de aplanar la curva de la expansión pandémica. Esto me inquietó un poco.
Por la mañana después de tomar el desayuno, me dirigí al Paseo Montejo —la avenida más famosa de Yucatán—, con 1,198 metros de largo. Inicié mi recorrido desde el llamado «remate», donde se encuentra una escultura de los Montejo, conquistadores y fundadores de la ciudad de Mérida.
En el recorrido se pueden ver monumentos, palacetes y mansiones, como el Palacio Cantón, que es el Museo de Antropología e Historia. Las casas Cámara, las llamadas «casas gemelas», tienen pocas variaciones entre ellas, pero son unos bellos monumentos y Villa Beatriz.
Al final del Paseo se encuentra el Monumento a la Patria, con más de 300 figuras talladas a mano. Cuenta la historia de México, curiosamente fue el colombiano Rómulo Rozo el escultor de la obra.
Conocí la pizzería Vito Corleone, un pequeño establecimiento en pleno centro histórico. Ahí pude ver el procedimiento de preparación y horneado de una pizza artesanal, en su horno de talavera amarilla, acompañado de una botella de vino tinto.
La escenografía es un tanto italiana, pero el ambiente lo hacen los empleados con su lenguaje florido que nada tiene que ver con Italia. Por la tarde tomé un descanso en la Sorbetería Colón, ahí donde dicen que María Félix, La Reina Sofía de España, Pedro Infante, Jackie Kennedy, entre otros estuvieron saboreando las «champolas». Probé el sorbete de saramullo y un cono envinado (pan), mientras podía disfrutar de la vida meridana.
Al día siguiente me encaminé a la central de ADO para viajar a Chichen Itzá, y volver a estar frente a una de las siete maravillas del mundo moderno. Por ser domingo el lugar estaba atestado, pero se podía recorrer toda la zona arqueológica, mientras los guías daban explicaciones en varios idiomas.
Probé escuchar el canto del quetzal en el templo de Kukulkán, mediante un aplauso frente a sus escaleras. Mientras revisaba las mesas de suvenires, encontré la esfera de hule para el juego de pelota. El vendedor me explicó que se hacía de caucho, su peso es de tres a cuatro kilogramos y su costo era de $22,000.00. Me sorprendí y solo le di las gracias. Mientras me alejaba lo escuché decir «¡Otra vez voy a tener que comer iguana!». Eso me dio mucha risa.
Entre los edificios que más me gustan, está el llamado «Templo de las monjas», pues es de los edificios más ornamentados. Conserva sus mascarones del dios Chaac y su bella fachada de inscripciones jeroglíficas. Los españoles lo llamaron así, debido a la cantidad de habitaciones que tiene el complejo y que ellos compararon con un convento.
El observatorio el caracol es un edificio muy interesante, pues en él se hacían observaciones astronómicas y meteorológicas. Otro elemento importante de Chichén Itzá es el cenote sagrado, lugar de rituales de donde se ha extraído una cantidad considerable de piezas arqueológicas y osamentas.
De regreso a Mérida no encontré asiento en el autobús, así que tuve que viajar parado, cansado de tanto caminar y asoleado. Llegando a la ciudad, otra vez me alarmé al ver que ya estaban tomando la temperatura a los pasajeros de todos los autobuses.
Probé escuchar el canto del quetzal en el templo de Kukulkán, mediante un aplauso frente a sus escaleras. Mientras revisaba las mesas de suvenires, encontré la esfera de hule para el juego de pelota. El vendedor me explicó que se hacía de caucho, su peso es de tres a cuatro kilogramos y su costo era de $22,000.00.
Nos pusieron gel en las manos y nos dieron un folleto con información de los cuidados preventivos del Covid-19. Eso significaba que el asunto de la pandemia era cada vez más serio en el país, pues se imponían nuevas medidas ante lo inminente.
Al día siguiente ya todos los museos, galerías y monumentos estaban cerrados; los eventos totalmente cancelados. Ya no quedaba más que dar vueltas por el parque y el centro Histórico, donde ya se veía muy poca gente. Las medidas por el Covid se habían recrudecido. La campaña «Quédate en casa» había empezado.
Acerca del autor
- Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.
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