En esta última entrega sobre su viaje a China, Rolando García de la Cruz ofrece a sus lectores un recuento agradecido de su estancia en la capital de un país gigantesco por su historia, su cultura, su arquitectura y su abigarrado paisaje humano. China, parece concluir, es la otredad fascinante con la que cualquier viajero occidental puede fácilmente soñar.
Al hacer «check in» la noche anterior en el hostal, olvidé en la recepción una bolsa de pan recién comprada.
A la mañana siguiente bajé a preguntar por él. La chica que me atendió no entendía lo que intentaba decirle, así que para explicarle tuve que dibujar la bolsa de papel y el pan dentro. Aun así no comprendió —no sé si mi pésimo inglés o mis nefastos dibujos—, de manera que tuvo que llamar a su compañero, quien me dijo no haber encontrado nada. Entonces salí por más pan, y para mi sorpresa encontré en el supermercado al Osito Bimbo en caracteres chinos, sólo que no tenía los ojos rasgados.
En mi primer día aproveché para visitar a la BLCU (Universidad de Lengua y Cultura de Pekín), que es llamada a veces «la Pequeña Naciones Unidas» debido a la gran cantidad de estudiantes de diferentes partes del mundo que asisten a ella. Fue la primera universidad en el país en ofrecer educación a extranjeros de 176 países.
Caminando por las calles de la urbe me encontré con un vendedor de grillos que los llevaba en sus jaulas de madera. Eran unos grillos grandes con tonos azules. Los utilizan para peleas o para apreciar su canto. Se les coloca en jaulas muy decoradas de madera, metal, marfil e incluso algunas llegan a ser de oro, como las de los emperadores.
Esa tradición es milenaria. Algunas ciudades tienen mercados de grillos. Sobre las peleas, a los grillos se les entrena por algunos meses y se les alimenta con proteínas, como a todo deportista. Ya en su pequeño coliseo, se les estimula enfadándolos con una paja de madera sobre sus antenas y para cuando empiezan a cantar se levanta la división que los distancia, con el fin de que se vean de frente y empiece el combate. Así se van seleccionando a los gladiadores que finalmente se presentarán en el «Campeonato Nacional de Lucha de Grillos de Beijing».
En Pekín el peatón no es primero. Ahí se puede morir atropellado hasta por las bicicletas. Al cruzar las calles la gente va caminado junto a motos y bicicletas. Regularmente los automovilistas no respetan los altos y se meten en los cruces entre la muchedumbre.
Una tarde me tocó presenciar un accidente, justo detrás de mí. Una motocicleta chocó contra una bicicleta y ambos cayeron; yo me acerqué a levantar la moto para liberar al pobre hombre que estaba debajo. Otro día vi un aparatoso choque de dos vehículos de lujo. Lo que no supe es cómo se arreglan en esos casos. ¿Quién tendrá la razón, si no parece haber un orden para manejar?
Los chinos son gente peculiar. En una ocasión, estando en la estación de tren, me sorprendió lo majestuoso y pulcro del lugar. Todo parecía nuevo. A mi lado jugaban unos ancianos con su nieto, como de cinco años. De pronto, el niño empezó a decir algo ininteligible; la abuela con gran calma lo llevó junto a un macetero y allí le bajó la cremallera para que orinara. El niño dejó un charco en el brilloso piso, y a nadie pareció importarle. Los chinos tienen la costumbre de escupir sonoramente y en cualquier lugar, así sea en un espacio cerrado como el tren, o en una sala.
Lo que también me sorprendió es con qué naturalidad se filtran en las filas de espera sin que nadie parezca molestarse. Un día vi a un bebé con una abertura en el pantalón, es decir mostrando el trasero («el culete», dijeran los asturianos), y lo primero que me pregunté fue: «¿Por qué traerán al bebé con el pantalón roto?». Después supe que esos pantalones son comunes, con lo que los bebes chinos puedan hacer del baño sin problemas, y en cualquier lugar que les apetezca.
A La Ciudad Prohibida los chinos le llaman «La Ciudad Imperial». Era una de las visitas que no podía perderme. El complejo palaciego más grande del mundo, con 980 edificios, fue residencia en casi 500 años de 24 emperadores. El emperador Xuantong fue el último en habitarlo y cuando regresó con el nombre de Puyi, tuvo que comprar boletos para ingresar a su viejo hogar.
Aunque pequeña la colección de objetos del palacio, es impresionante la riqueza con la que vivían los emperadores. Había niños y jóvenes vestidos como príncipes mientras visitaban el complejo imperial. Dando las seis de la tarde, unos parlantes nos conminaron a abandonar la Ciudad Prohibida.
Algo que esperaba encontrar en las grandes ciudades, o cuando menos aquí en Pekín, era a los famosos empujadores del metro como los de Japón. Pero a pesar de la gran población china, el metro rara vez se llenaba hasta el tope: dentro siempre encontré libertad de movimiento.
Todos los vagones y las estaciones parecen nuevos. Pude ver inspectores llamar la atención a la gente que iba comiendo o colocando los pies sobre los asientos. También noté que era la población más joven la que usaba el metro. Vi muy pocas personas mayores. A pesar de las indicaciones en el piso sobre cómo formarse y sobre la forma de dejar salir del vagón, vi que la gente no comprendía y se plantaba en plena puerta, creando un ligero embotellamiento a las salidas de los vagones.
En Pekín el peatón no es primero. Ahí se puede morir atropellado hasta por las bicicletas. Al cruzar las calles la gente va caminado junto a motos y bicicletas. Regularmente los automovilistas no respetan los altos y se meten en los cruces entre la muchedumbre.
Una mañana me preparé para visitar La Gran Muralla. La que —contrariamente a lo que se afirma— no se ve desde la luna. Inicia en el desierto de Gobi y termina en la frontera con Corea. Badaling fue el lugar al que fui, la zona más visitada.
Me fui en autobús, desde donde las vistas eran impresionantes. Sobre las cimas de las montañas ya se divisaban partes de la muralla. Cuando llegué, apenas podía ver debido a la bruma, pero conforme fueron pasando las horas la bruma se fue despejando y pude ver la construcción sobre las montañas más lejanas.
La Gran Muralla llegó a tener 21,200 kilómetros de largo y sólo queda alrededor de un 30% de ella. La gente subía y bajaba como hormigas. Abajo en la plaza, unos jóvenes invitaban a los visitantes a disfrazarse de emperadores, para las fotos de recuerdo.
En mis andares ya había encontrado el Templo de Confucio, que es el segundo más importante en todo China, dedicado a este gran pensador. Al día siguiente me propuse visitarlo, pero esta vez me costó mucho tiempo localizarlo. Cuando lo hallé, pude ver sus grandes esculturas de tortugas gigantes cargando enormes losas con inscripciones. Los edificios, a pesar de ser hermosos, son un tanto austeros; se entiende debido a la doctrina de Confucio. En uno de sus patios, un profesor con un traje de ceremonia daba instrucciones a un numeroso grupo de niños vestidos con trajes negros y rojos mientras hacían una ofrenda.
El pabellón principal estaba rodeado de un lago artificial con peces rojos. En una de sus orillas había un exposición de instrumentos musicales, donde una bella mujer me dijo algo en su idioma. Como ella notó que no la entendía, hizo un ademán de tocar un guzheng negro. Asentí con la cabeza y ella empezó a ejecutar una sutil melodía. Me permitió hacer un video de su actuación.
Más tarde, sin querer encontré al 77 Theatre, una vieja fábrica transformada en un espacio de expresión de las artes. Un muro plegable se levanta para descubrir el teatro. Ahí encontré una fotografía de Frida Kahlo intervenida. La chimenea estaba pintada de colores y parecía un termómetro cerca de unos puentes peatonales. Por la noche visité «el nido de pájaro», el Estadio Nacional de Pekín, ubicado en el parque olímpico. El nido, «el cubo de agua», así como otros edificios, son iluminados creándose así un bello espectáculo de colores. El parque cuenta con un canal y amplios jardines.
El Templo del cielo es una construcción religiosa para rogar por las buenas cosechas (en primavera) y dar las gracias al cielo por los frutos obtenidos (otoño). Cuenta con extensos jardines en los que pude ver a unos ancianos empinando unos papalotes gigantes, el día que lo visité. El «Salón de la oración por la buena cosecha» es el más espectacular de los salones y se encuentra sobre tres basamentos de mármol. Su construcción es cilíndrica y se sostiene por 28 pilares de madera; ya ha sufrido un incendio. En los corredores, cerca de ese salón, vi varios grupos de ancianos, reunidos para jugar a las barajas. Hacían gran escándalo mientras tiraban las cartas y se divertían con otros juegos de mesa
No me podía ir de Pekín sin probar, entre muchas exquisiteces, el famoso pato laqueado a la pekinesa. Aun que tardaron un poco en servirlo, finalmente valió la pena. Trajeron medio pato en un carrito, y supe que era un pato porque le dejaron la cabeza como muestra.
La chica que atendía tomó el plato central, mientras el chef hacia los cortes sobre la panza. Luego ponía las rebanadas muy ordenaditas en el plato. En otro plato pusieron la piel con una fina capa caramelizada que le daba un color rojizo. Al morderlo, la piel crujía mientras que la carne estaba muy suave y jugosa.
Las normas de etiqueta dicen que el anfitrión debe poner los primeros trozos de carne a sus invitados. Se acompaña de crepas, cebollas, pepino, zanahorias, salsa de ciruelas, membrillos y aceite, entre otros ingredientes. Sobre la crepa se pone el trozo de la carne bañada en la salsa y luego las verduras. Se dobla como un taco y se come con las manos.
Finalmente tuve que despedirme de China, esa gran nación exótica que me enseñó tanto en tan poco tiempo. Su gastronomía es tan variada, como extensa es su historia e imponente su arquitectura.
Acerca del autor
- Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.
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