A José Cárcamo, que murió en Tabasco.

El presente relato, dividido en dos partes por razones de espacio en este blog, es una narración en primera persona del narrador veracruzano-tabasqueño-mexiqueño Julio Rivera. La sucesión de los acontecimientos entreveran en esta primera parte algunos escenarios conocidos de Villahermosa con los de algunas localidades del estado de Veracruz. El boom petrolero de los años sesenta en el sureste de México y lo que significó en gran medida para miles de personas en la región es el eje alrededor del cual giran las acciones del narrador-personaje que cuenta la historia.
“…De los cuatro ya sólo quedamos dos”. Eso pensaba Emiliano mientras la lluvia empezaba a caer sobre el parque y la avenida Méndez. La gente apresuraba el paso conforme arreciaba el aguacero. Un aire frío y triste se dejaba sentir en el ambiente; eran apenas pasadas las 9 de la noche y, sin embargo, el lugar poco a poco se iba quedando desolado.
Sólo se escuchaban, la voz del elotero y el ruido de los carros al transitar por el pavimento mojado. Los puestos de tacos, tan concurridos a esas horas, lucían con poco movimiento; incluso los fieles perros callejeros, habían preferido irse a dormir, sin las migajas que algún comensal trasnochado generalmente les tiraba. La primera vez que pisó ese parque era verano, ahora, diez años después, era invierno y no había gran diferencia en el caluroso clima; parecía que éste, estaba detenido en el tiempo.
La colonia Tamulté, espontáneamente, le abrió los brazos cuando llegó por primera vez a estas tierras. El parque le albergó los primeros fines de semana del auto-exilio y cada banca conoció íntimamente las incertidumbres que le provocaban el nuevo barrio y toda esa gente desconocida que trajinaba sin cesar. La ruta de autobuses Tamulté-Guadalupe Borja–Mercado, vía Ciudad Deportiva, se convirtió en su viaje interminable, cada vez que quería ir al centro. Esa vuelta completa a todo el Velódromo de la Deportiva, le pareció tan agradable la primera semana, que terminó convirtiéndose en algo grotesco de tan cotidiano y monótono. A los tres meses, finalmente, decidió por fin modificar la ruta: ¡Tamulté vía Méndez!
El parque ya no era el mismo. La apariencia rústica conservada por muchos años la habían cambiado; el lugar estaba recién remozado por ese estilo tan de moda en esos días, basado en “moles” de concreto. El mercado Noé de la Flor, refugio de paseos dominicales en los primeros años, tampoco había escapado a la mano modernizadora del gobierno en turno, empecinado en dejar su sello particular en cada parque citadino. Definitivamente, lo único que había permanecido intacto era el clima.
El taxi que tomó frente a los portales en la calle Madero del Centro, lo dejó en la esquina de las avenidas Méndez y Revolución, enfrente de la iglesia. El aguacero intempestivo desatado súbitamente, lo obligó a correr hacia el kiosco central para guarecerse mientras la lluvia se calmaba.
Recargado en el barandal, tomó las cosas con calma, encendió un cigarro y sacó de entre su camisa el libro que en esos días estaba leyendo. Lo hojeó y de él extrajo dos fotografías: una a color y otra, más antigua, en blanco y negro. Mientras las observaba fue sintiendo cómo, poco a poco, una oleada de depresión lo iba inundando; su antigua costumbre de convertirse en un tipo hipersensible en esas situaciones estaba renaciendo una vez más.
La noticia recibida hacía un par de horas lo había tomado por sorpresa. Todavía retumbaban en sus oídos las últimas palabras pronunciadas por Norma Edith esa tarde:
—No te lo había dicho antes, porque yo acabo de enterarme: murió Duval hace tres días en el hospital de Pemex…
No terminó de escuchar las demás palabras que salían del auricular. Sintió un vacío en la boca del estómago y los ojos se le empezaron a nublar.
—¡Bueno…!, ¡Bueno…!, ¡Bueno…!— Se oía la voz insistente de Norma, del otro lado del teléfono.
—“¡La muerte es una traición de Dios!”.
—“¡La muerte es una traición de Dios!”.
—“¡La muerte es una traición de Dios!”.
Entre sollozos se fue perdiendo en un delgado sueño agonizante. La habitación, mientras tanto, se iba inundando de sombras. Una calma lastimera arropaba la tristeza desbordada esa tarde. Afuera, la ciudad se vestía de luto y a lo lejos se oía, tenuemente, el tañido de las campanas de Catedral llamando a misa.
El parque ya no era el mismo. La apariencia rústica conservada por muchos años la habían cambiado; el lugar estaba recién remozado por ese estilo tan de moda en esos días, basado en “moles” de concreto. El mercado Noé de la Flor, refugio de paseos dominicales en los primeros años, tampoco había escapado a la mano modernizadora del gobierno en turno…
Las fotos conservaban aún los cartoncillos que usualmente acompañan a las fotografías instantáneas. Las dos encerraban para él, momentos distantes que irremediablemente se unían ese día. Ambas le devolvían de forma mágica dos tiempos y dos lugares de su vida, llenados por distintos sentimientos. Miró detenidamente la primera, que no era de formato muy grande y de mediana calidad.
—“Nos la tomaron aquí en Villahermosa, frente a los cines Tabasco, no hace más de ocho años”— alcanzó a musitar para sí mismo.
El tiempo había hecho estragos a los colores y el cartón rojo que servía de marco a las imágenes ya no guardaba su forma original. En ella se apreciaban tres personas en un primer plano, sentadas en una pequeña mesa cuadrada, la cual tenía dos manteles: uno anaranjado y otro encima de cuadritos verdes; sobre la mesa tres platos hondos y un portafolio negro. La pequeña ventana que se veía al fondo, por arriba de sus cabezas, dejaba entrar por entre sus cristales sucios unos tímidos rayos del sol matutino. El lugar se apreciaba sombrío y vacío, las sonrisas reflejadas por las tres personas parecían un perfecto oxímoron sacado de un poema de Gorostiza.
Lo peculiar de la foto era sin duda, que, aunque no era muy vieja, encerraba una época que de tan distante, parecía ajena. Los tres rostros decían tanto, pero en un lenguaje demasiado extraño para descifrarlo a las primeras de cambio. Llegaban ahí, orillados por las autoridades de esa época que habían prohibido tajantemente la venta de cerveza antes de las 12 del día por varios meses; lo anterior, los había obligado a implementar una búsqueda permanente de expendios clandestinos en varios puntos de la ciudad, a fin de contrarrestar el boicot irresponsable contra los veracruzanos. Ese sitio, aunque algo retirado de Tamulté, les ofrecía la certeza de contar con “trago” antes del mediodía. Nunca volvieron a tomar cerveza tan cara y en platos hondos.
Poco a poco, fue recordando que la escena era de un típico sábado de cualquier mes del primer año de su estancia en esas tierras. Del lado izquierdo estaba sentado Emiliano, del derecho Carlos y en el centro José Duval. Los tres habían llegado el mismo año, con intervalos entre dos a cuatro meses. El primero en llegar por acá fue Carlos López. Originario de una ranchería cercana a Gutiérrez Zamora, Veracruz. Cuando él era muy joven su familia emigró, primero a Papantla, y después a Poza Rica, por lo que cuando se le preguntaba de dónde era, el siempre respondía que de este último lugar. Nunca pensó que la vida lo iba a alejar definitivamente de su tierra adoptiva tan querida y que Petróleos Mexicanos, al final, nunca le proporcionaría lo que él siempre soñó.
Toda su vida giró alrededor de Petróleos Mexicanos. El boom petrolero de los años sesenta marcó irremediablemente toda la zona norte del Estado de Veracruz: desde el río Nautla hasta el Pánuco, no había un pueblo o ciudad de esa área que no hubiera hecho su aportación humana a Poza Rica. La familia López Méndez, no fue la excepción, heredó paulatinamente más de la mitad de sus consanguíneos al espejismo del oro negro; la diáspora familiar empezó a gestarse a fines de los años cincuenta: unos hacia el norte del estado; el resto rumbo al Sureste.
Carlos no tuvo opción: la mano de su madre guiaba su primer derrotero en la parvulez. En esos años no era prioritario estudiar una carrera universitaria; lo importante era entrar a laborar a Petróleos Mexicanos: de ahí que en esas fechas en cada hogar hubiese, mínimo, dos o tres petroleros. Por eso, cuando Carlos decidió plantearle a su mamá que ya no quería estudiar, argumentando que el dinero hacía falta en la casa; que era mejor empezar a trabajar desde ahora; que ella trabajaba mucho; que ya había platicado con su tío Ramón y que éste lo iba a recomendar con un delegado de perforación, que recién había conocido y que sólo necesitaba conseguir $ 100.00, para pagar la ficha y un contrato de 28 días estaba asegurado.
Aunque en ese tiempo no entendió las bondades del raro trueque planteado por su Tío; con los años aprendió que las reglas del juego ya estaban escritas; que el diccionario bucólico que había utilizado hasta ahora tenía que ser renovado; que las palabras “favor y negocio” eran una redundancia; a quién se le ocurrían en el argot petrolero; y que su nuevo número de ficha de seis cifras, lo acompañaría impertérritamente hasta su tumba. Su destino fue echado el día que apostó toda su breve historia a un solo proyecto: Pemex.
Fue el inicio de un gran desencanto. Los sinsabores acumulados en las postrimerías de su vida, le golpearon el alma reiteradamente a tal grado de volverlo retraído y huraño. Al principio, las cosas parecieron marchar más o menos bien: nunca firmó la tan codiciada “planta”, pero transitoriamente trabajó en diversos departamentos de la institución: en 17 años acumuló apenas 8 años de antigüedad reconocida. Los últimos 3 años que vivió en Poza Rica, sólo pudo conseguir 4 contratos de 28 días. El abandono constante de pozos petroleros en la región Huasteca a fines de los setentas, nubló aún más el horizonte poco promisorio que se sentía en toda la zona.
La agonía que le provocaba ir a las cantinas de la ciudad y toparse con compañeros desempleados era inaguantable. La impotencia de haberse jugado todo con Pemex y ahora no tener algún otro oficio que desempeñar se volvió insoportable. El patio trasero de su casa se convirtió en su cárcel. La migración hacia el sureste, tomada como alternativa por un compadre y dos vecinos, era cada vez más, una realidad no tan lejana para él. Ese fue el triste ocaso de sus casi veinte años en Poza Rica. Como epílogo su madre le dio la bendición y le prestó mil pesos.
—Que te proteja Dios, m’hijo.
Atrás quedó su casa en obra negra. Su mamá rezando por él. La esposa e hijos que nunca tuvo y sus primeros 30 años de vida. Duval en cambio, era de un pueblo ubicado más al norte del estado, llamado Naranjos. Su historia fue diferente. Lo conoció Emiliano, mucho tiempo después que a Carlos. Fue en la época en que viajaba más seguido a su tierra. Recordó que fue al término de unas vacaciones de Semana Santa en la terminal del ADO de Poza Rica, al subir al autobús y querer ocupar su asiento, en su lugar estaba otra persona. Entonces se dio el encuentro:
—¿Disculpe, qué asiento lleva usted? ¡Eh!…¡Eh!
—Perdone. Creo que está usted ocupando mi lugar, yo llevo el asiento 21.
—Discúlpeme. No se preocupe. Ahorita me muevo. Yo llevo el 22.
Cada uno se acomodó en su lugar, y Emiliano, como acostumbraba, apenas salieron de la ciudad se fue quedando dormido. Despertó hora y media hora después en la terminal “Costa Esmeralda”, donde permanecieron minutos. Los pasajeros fueron lentamente descendiendo del camión y se desparramaron en la terminal; él permaneció un poco más mientras se le quitaba lo adormilado.
Finalmente bajó y fue al baño, cuando salía se topó con Duval y se saludaron; de vuelta en el autobús, ya no pudo conciliar el sueño; así que sacó el libro que llevaba siempre por si las dudas e intentó leer. No pudo. La luz de su lado, por más intentos que hizo, no funcionó. Su compañero de asiento desde su lugar, dejaba entrever una tímida sonrisa de venganza.
Todavía no llegaban a Vega de la Torre y ya iban en una amena charla nocturna: eso sí, cada quien con sus mejores armas: Emiliano presumiendo su trabajo en Pemex y sus últimas lecturas de Mario Puzo; Duval hablando de música y su posible incursión al ámbito cultural del estado de Tabasco, a invitación de un antiguo amigo de la escuela, que trabajaba desde hacía un año con la escritora Josefina Castillo, a la sazón, primera dama del estado.
Esa noche ya no durmieron. Las paradas obligadas del itinerario, les sirvieron solamente para estirar las piernas; en Acayucan, además, compraron un par de cafés. Ese viaje, sería con el tiempo, la inauguración perfecta de una amistad que perduraría con los años. Si a Emiliano lo empujó el boom petrolero hacia estas tierras; a Duval, en cambio, lo hizo la cultura y unos primos que le tendieron la mano los primeros días. Después de ese primer encuentro, no se vieron en varias semanas. El destino los unió nuevamente en este mismo parque, un domingo en que Carlos y Emiliano, sentados en una banca, jugaban a la añoranza.
Las horas interminables de ese fin de semana gris los habían hastiado y para ahuyentar la hora del suicidio, habían decidido inaugurar el primer torneo municipal de contar combis; el cual consistía en adivinar cuántas combis azules y cuántas rojas pasaban por el parque en un lapso de media hora. Unas iban a la colonia Guadalupe Borja y las otras, derecho, hasta el Periférico. El único problema era que ya llevaban tres domingos consecutivos, sin atraer gran audiencia: sólo se inscribieron dos concursantes: Carlos y Emiliano.
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Acerca del autor
- Tres estados de la república mexicana mantienen una disputa por su origen: Veracruz, Tabasco y la Ciudad de México. Por las noches le hace al cuento y algunas veces escribe poesía. Publicó por dos años una columna semanal sobre cultura en un diario local. Una de sus historias, "Iturbide 603", ganó el primer lugar de un concurso nacional de narrativa.
- 29 mayo, 2025LecturasIturbide 603, un relato de Julio Rivera.