Iturbide 603, un relato de Julio Rivera (segunda parte).

A José Cárcamo, que murió en Tabasco.

Fotografía de eyeonicimages

En esta segunda parte de su relato Iturbide 603, Julio Rivera traslada a sus lectores a la Villahermosa, a la Poza Rica y a la Ciudad de México del “boom” petrolero de los años setentas. Y en esos ámbitos temporal y geográfico narra el encuentro circunstancial de cuatro personajes, unidos por la coyuntura laboral por la que atraviesan, y al parecer también por la fatalidad.

En eso estaban cuando de una combi azul descendió Duval; detuvieron el conteo y fueron hacia él. Pasados los saludos de rigor y las presentaciones, les platicó que ya estaba trabajando desde la semana anterior en el Instituto de Cultura y que por ese lado se sentía muy a gusto.

Donde no le iba muy bien era con los familiares con quienes vivía en la colonia Atasta; por esa razón había decidido buscar otra opción a través de un conocido que le habían dicho vivía en la calle Libertad de la colonia Tamulté. Precisamente eso andaba investigando esa noche: la dirección de su amigo.

Emiliano miró a Carlos; sus ojos lo interrogaron sobre el futuro del paisano; sin palabras, aceptaron que donde viven tres, se acomodan sin tanto problema cuatro. A partir de ahí, las dos piezas que rentaban en la calle Iturbide se volvieron el hogar de José Duval. Las combis seguían pasando, pero el torneo había sido cancelado definitivamente.

Ya habían pasado veinte minutos y la lluvia seguía cayendo; lentamente le dio vuelta a la foto que tenía en las manos. En el reverso se podía leer claramente, todavía, lo escrito con tinta azul por Duval aquella vez:

“Creo que hay cosas que valen la pena vivirse, por
ejemplo, tomarme algunas cervezas con ustedes. ¿O.K.? Bueno, este día es exactamente igual a los demás.” MICKY.

¡Siempre usaba seudónimos!

La segunda fotografía era de cuando Emiliano todavía no pisaba tierras tabasqueñas, mucho menos trabajaba en Pemex. Carlos, en cambio, era ya un viejo lobo petrolero. Recordó que era la víspera del desfile del primero de mayo y Carlos había sido comisionado al D.F., como cada año, a participar en el desfile del “Día del trabajo”.

El Sindicato pagaba todo. No importaba si tenías contrato o no. Si eras de planta, transitorio o desempleado. El objetivo del Secretario General era demostrarle al Presidente de la República su poderío llevando trabajadores al Zócalo, de todas las secciones sindicales del gremio. La ataraxia de la mayoría de los trabajadores que iban al evento era evidente. Él, sin embargo, desde pequeño fue aprendiendo que ir al D.F. en esa fecha, ¡era lo máximo!

Por eso, el 30 de abril de cada año, las cantinas de Poza Rica se veían obligadas a cerrar muy temprano sus puertas, ya que por lo regular los clientes consuetudinarios brillaban por su ausencia. Las fieles meseras se aburrían doblando servilletas y oyendo las mismas canciones. Las voces de Javier Solís y Julio Jaramillo, otras veces paliativo eficaz contra las heridas de amor de los parroquianos, ese día se perdían en la monotonía de la tarde. Los gritos de los borrachos eran extrañados hasta por los vecinos de la cuadra. El motivo: el éxodo de petroleros al D.F.

Un día antes, Emiliano casi ni durmió pensando en el viaje. Salieron de Poza Rica a las 2:00 p m. de la plaza cívica 18 de marzo. Eran como 20 camiones y todos iban repletos. En ningún momento se le despegó a Carlos: él era el experto en esos menesteres. Llegaron a la ciudad de México como a las 7:00 p m. Desde que cruzaron el río Cazones todo mundo empezó a beber; la algarabía era ensordecedora y los poco más de 300 km. se les hicieron cortos.

Algunos ni se dieron cuenta cuando llegaron a Indios Verdes; las grandes cantidades de alcohol que habían consumido en el trayecto los había transportado a un sueño profundo y ruidoso: la sinfonía de ronquidos era bastante desentonada y graciosa a la vez. Por fortuna para Carlos y Emiliano, con sólo tres cervezas que tomaron cada uno, fueron suficientes para dormir cuando menos la mitad del camino. Eso fue todo. A lo lejos, las luces de la ciudad les dieron la bienvenida y ya no supo más.

Emiliano sólo había ido una vez al D.F con su familia: la Basílica de Guadalupe y el bosque de Chapultepec eran los únicos lugares que se habían quedado grabados en su memoria. Tendría cuando mucho ocho años, por lo que los sobresaltos y el temor de ver tanta gente y tanto carro lo atraparon. El miedo lo tomó de rehén y los tres días que pasaron en la ciudad le parecieron eternos. Nunca soltó de la mano a su mamá y su hermano mayor se la pasó burlándose de él.

Carlos le comentó que el hotel donde se iban a hospedar estaba ubicado cerca del famoso Paseo de la Reforma, sobre la avenida Insurgentes. Emiliano ni idea. Efectivamente, no tardaron mucho tiempo en llegar. Se veía que el chofer conocía a la perfección la ruta en la ciudad, pues cuando se dieron cuenta ya estaban estacionados frente al hotel. Lo único que recuerda que le dijo Carlos fue: “¡Emiliano, esta noche no vamos a dormir!” ¡Y fue cierto…!

La habitación la compartieron con otros dos paisanos: ambos eran de la colonia Laredo. Uno de ellos, por cierto, entrando al cuarto, se metió al baño y no se acababan de instalar, cuando el olor a mariguana se empezó a sentir en el ambiente. Se quedaron viéndose los tres y sin decir palabra, mejor prefirieron salir.

Tomaron un taxi en la esquina de Antonio Caso e Insurgentes y se fueron a Garibaldi; visitaron todos los lugares que había que visitar, empezando por el famoso Tenampa; precisamente esta foto es de ese lugar. En ella sólo están Carlos y Emiliano sentados en la barra, tomando tequila. Para que les tomaran la foto tuvieron que girarse completamente y darle la espalda a la barra; Carlos con sombrero de charro y camisa oscura. Emiliano con gorra de beisbolista y playera blanca.

Emiliano sólo había ido una vez al D.F con su familia: La Basílica de Guadalupe y el bosque de Chapultepec eran los únicos lugares que se habían quedado grabados en su memoria. Tendría cuando mucho ocho años, por lo que los sobresaltos y el temor de ver tanta gente y tanto carro lo atraparon. El miedo lo tomó de rehén y los tres días que pasaron en la ciudad le parecieron eternos.

Como lo había anticipado Carlos, no durmieron en toda la noche. Se la pasaron de un lugar a otro; el amanecer los alcanzó en una cantina a espaldas del Palacio de Bellas Artes, al lado del teatro Hidalgo muy cerca del Metro. Al parecer, ese sitio no lo cerraban en toda la noche, pues como a eso de la 7 de la mañana, sólo les dijeron que levantaran los pies si no querían que los mojaran, ya que iban a hacer el aseo. Como pudieron salieron de ahí. También como pudieron llegaron al hotel. Del desfile ni se acordaron. El sueño se hizo realidad.

Esta foto no tenía nada escrito atrás, sólo una especie de firma; la fecha y la hora: 30 de abril de 1978, 21:55 hrs. Esa sonrisa de Carlos, muy pocas veces se le volvió a ver.

Estaba empezando a escampar cuando Emiliano metió de nuevo las dos fotos en el libro. Ya no lo guardó entre su camisa, pues había dejado de llover por completo. Suspiró hondo y miró a su alrededor, como queriendo encontrar a alguien conocido. Recordó las tantas veces que caminaron juntos por ese lugar, principalmente en las mañanas a tomar el camión o la combi. Siempre el primero en salir del cuarto era “el Papantla”. Aunque todos se acostaban casi a la misma hora, él siempre se levantaba antes de las cinco de la mañana; cuando se despertaban los demás, ya no lo veían. Emiliano nunca supo bien su nombre, parece que se llamaba Luis. “El Papantla”, era más bien conocido de Carlos, pues cuando llegó Emiliano, ellos ya tenían varios meses de vivir allí.

Vivieron juntos los cuatro no más de tres meses; la convivencia entre todos se daba de manera desordenada, pues los horarios de trabajo eran diferentes: Carlos trabajaba una semana de mañana; otra de tarde y otra de noche. “El Papantla”, en cambio, trabajaba turnos discontinuos, muy raros. Los únicos que coincidían en jornadas diurnas eran Duval en el Gobierno del Estado y Emiliano en Pemex. De ahí que la identificación entre ambos se diera más fuerte y solidaria.

La habitación de Iturbide 603, ubicada al fondo de toda la cuartería, consistía en dos cuartos pequeños de tres por cuatro metros cada uno. El primero quedaba frente al pasillo de la vecindad y era donde estaba el baño; la mesa de madera que servía de cocina y una silla; a un lado la cama de Carlos. En el cuarto del fondo dormían los otros tres: sin camas, sin closets; el radio de la vecina los arrullaba a veces por las noches. Sobre el piso tenían la ropa de cada uno, metida en pequeñas maletas. Por las noches, las únicas que hacían sus paseos nocturnos eran las cucarachas; que gustosas saltaban de cuerpo en cuerpo, teniendo como cómplice perfecta a la oscuridad. Una vez que a Emiliano le dieron ganas de ir al baño en plena madrugada, prendió la luz y sorprendió a varias de ellas, jugando: unas con el pie de Duval y otras con la mano izquierda del “Papantla”.

Con el tiempo, cada uno de ellos fue siguiendo su propio destino. El primero que se apartó del grupo fue “el Papantla”. Un fin de semana simplemente se fue a su tierra y ya nunca volvió. Carlos lo tomó como algo normal; Duval y Emiliano, lo olvidaron. La última vez que lo vio Emiliano fue en Xalapa, Veracruz, hace como dos años. El tiempo no había pasado por él. Se veía casi igual que aquel lejano viernes en que lo acompañó a tomar la combi, para ir a la terminal de autobuses. No platicaron mucho, sólo le comentó que vivía en su tierra natal y que había ido a la capital del estado por un asunto legal.

Eran casi las 10 de la noche, cuando finalmente Emiliano empezó a caminar hacia la avenida Revolución; dobló hacia la derecha rumbo a la calle Iturbide; tomó la acera del lado de la iglesia. Eran los mismos pasos que hacía cuatro años tuvo que caminar para dar fe del cuerpo de Carlos, que se había suicidado en el cuarto 603 de la calle Iturbide. El mismo cuarto donde habían vivido cuatro personas humildemente; cuatro personas que tomaron consciencia de lo rápido que pasaba la vida y los sueños y dijeron “¡No!” Que prefirieron dejar sus tierras y familias para probar fortuna en otro lugar antes de claudicar. Que no les importó dormir hacinados por varios meses. Que escribieron cartas amorosamente falsas a sus seres queridos, describiendo habitaciones confortables con televisión. Que soportaron temperaturas de hasta 40 grados sin ventilador. Que no necesitaron camas cómodas, ni sábanas blancas para ser felices.

Lo que le sorprendió y nunca pudo entender del todo Emiliano durante todos estos años, era qué demonios fue a hacer Carlos ahí…¿Por qué ese lugar? Don Mario, el dueño de la vecindad le aclaró lo que había pasado…Le explicó que, desde hacía seis meses, Carlos lo había ido a visitar para preguntarle si tenía un cuarto desocupado. Él le respondió que sí; pero cuando le dijo cuál era, a Carlos no le interesó. Le cuestionó entonces que para cuándo se le desocupaba el 603 y éste le respondió, que se diera una vuelta para dentro de un par de meses. Puntualmente se presentó y desde hacía dos meses se lo había rentado. Lo que se le hizo extraño al dueño fue que nunca llevó sus cosas, pero como le pagaba la renta puntual, no había problema. Sólo había ido al cuarto un par de veces, con la de ese día fueron tres.

No hubo nota suicida; solamente una pequeña tarjeta de presentación de Emiliano, que encontraron en la bolsa de la camisa de Carlos, con una instrucción:

—Emiliano: avísale a mi mamá. Dile que me perdone. Entiérrame en Poza Rica.

Empezó a bajar la pequeña pendiente que tenía la avenida Revolución, al llegar a la esquina con Iturbide, dobló a la izquierda; la calle estaba algo cambiada. La primera construcción era ocupada todavía, por el consultorio del dentista. La siguiente casa, había sido completamente remodelada, ahí vivía un ingeniero solterón con sus papás. Antes de que la calle empezara a tomar la gran pendiente descendente hacía la zona de cantinas, estaba la fastuosa casa del dueño y a un lado, el pasillo que conducía a la sórdida vecindad que por algunos meses habitaron.

Se detuvo frente al número 603. El estacionamiento donde el dueño guardaba su taxi amarillo, ahora ya tenía un portón negro de herrería, que impedía el paso. El pasillo que conducía a la vecindad sólo había cambiado por que ahora estaba iluminado. En la calle, por la hora que era y el aguacero que había caído, no transitaba mucha gente. Vacilando entre si meterse directamente a la vecindad o regresarse a su casa, una voz débil, de hombre, le interrumpió sus pensamientos:

—¿Qué se le ofrece, joven?

—No, nada… Sólo pasaba por aquí .

—Buenas noches, ¡disculpe!

—¡Oiga, Oiga! ¿No es usted Emiliano Reyes?

—Sí, ¿por qué?

—¿No será que me viene a rentar el cuarto 603?

Un sudor gélido sintió que le recorría todo el cuerpo al escuchar aquella pregunta.

—Es que lo tengo ya rentado. ¿No le interesa algún otro?

—No gracias, muchas gracias, es usted muy amable. Sólo pasaba por aquí…

Aturdido por todo lo vivido en las últimas horas, Emiliano se echó a andar rumbo al parque. Ya no le puso atención a las últimas palabras que le dijo el viejo, Don Mario Valle, dueño de la vecindad de Iturbide 603:

—¿Adivine a quién se lo renté hace dos meses? ¡A su otro amigo, José Duval!¡Por cierto, tampoco ha traído sus cosas….!

CDYP

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Acerca del autor

Julio Rivera
Tres estados de la república mexicana mantienen una disputa por su origen: Veracruz, Tabasco y la Ciudad de México. Por las noches le hace al cuento y algunas veces escribe poesía. Publicó por dos años una columna semanal sobre cultura en un diario local. Una de sus historias, "Iturbide 603", ganó el primer lugar de un concurso nacional de narrativa.

About Julio Rivera

Tres estados de la república mexicana mantienen una disputa por su origen: Veracruz, Tabasco y la Ciudad de México. Por las noches le hace al cuento y algunas veces escribe poesía. Publicó por dos años una columna semanal sobre cultura en un diario local. Una de sus historias, "Iturbide 603", ganó el primer lugar de un concurso nacional de narrativa.