Para don Alfonso Reyes —ese polígrafo que al hablar de ello hacía referencia al francés Jules Romains— hay cuatro formas posibles de hacer historia literaria.
La primera es a través de la historia de las opiniones del «gran público» o del «éxito contemporáneo» (esto es, mediante lo que la obra de un escritor determinado es a los ojos de sus contemporáneos); la segunda es desde la concepción de la obra literaria como expresión histórica de la sociedad en su conjunto.
Una tercera forma de plantear una mirada a las manifestaciones literarias correspondientes a determinada época o geografía parte de considerar a la literatura misma como actividad autónoma y con leyes «extrasociales», no necesariamente enraizadas en manifestación social alguna. Y hay una cuarta ruta —incompatible con las tres anteriores— apuntada por Reyes para perpetrar el acercamiento a la materia literaria como sucesión de obras y autores dignos de ser historiados: la noción de la existencia simultánea o sucesiva de «milagros», «genios» u «obras maestras».
La aparición entre nosotros de La fabulación poética del trópico: tres poetas en Tabasco, de Juan de Jesús López, es digna de recibir la atención de los lectores de poesía en nuestro ámbito —así como de la de quienes pretendemos comprender el decurso a través del tiempo de la poesía tabasqueña— por varias razones.
En principio, porque se trata de una obra infrecuente. El ensayo que se propone diseccionar, así sea en un nivel impresionista, la obra de determinado poeta o grupo de poetas es una excepción —no una constante— dentro de la literatura tabasqueña reciente y habría que remitirnos en ese sentido a los trabajos que en su momento elaboraron autores como Francisco J. Santamaría, Marco Antonio Acosta, Andrés González Pagés y Gerardo Rivera para encontrar en sus obras las bases de esa historia literaria que en Tabasco —y por lo que toca de manera particular a un buen tramo del siglo XX en adelante— todavía está por escribirse.
El libro de López abona a la construcción de esa historia por cuanto extiende una mirada particular a la poesía de tres de nuestros poetas y define implícitamente, al hacerlo así, su visión de la tarea de historiar nuestra literatura. En La fabulación poética del trópico, el autor aborda el trópico de Tabasco según lo miran las poéticas de tres autores disímbolos entre sí: Ramón Galguera Noverola, José Carlos Becerra y Teodosio García Ruiz. Los tres construyeron —asegura López— una «fabulación» muy propia de un trópico ajeno a esa visión manida del Edén o de la geografía tropical como inexorable Paraíso.
Galguera Noverola plasma una ciudad amarga, un trópico mórbido. Becerra encuentra un trópico de aguas turbias en la memoria y revira hacia el misterio de los tiempos genésicos. Y García Ruiz, ante la devastación petrolera…deconstruye la ciudad mediante la gozosa celebración amorosa.
Las poéticas de los tres autores escogidos, afirma el autor, contrastan con una tradición que va desde el colorido exuberante de Pellicer y que continúa de un modo o de otro hasta nuestros días. No se equivoca cuando escribe:
Al poeta [Pellicer] lo sigue una larga cauda de pintores, músicos y escritores inspirados en su obra pero que, sin la fuerza creativa de aquél, devienen en una visión idealizadora, en un mito institucionalizado de uso lucrativo, turístico y político.
El trópico en la obra de los tres poetas escogidos por Juan de Jesús López podrá ser todo, menos edénico, y el autor rastrea en algunas obras literarias del pasado la posible ascendencia de esa visión desmitificadora de un trópico más bien decadente y atávico. La encuentra en Graham Greene —El poder y la gloria— y en un autor mucho menos conocido: Bernardino Mena Brito, autor de Paludismo o la revolución en la selva, novela de tierra caliente de México. Esas dos novelas —sostiene López— prefiguraron la aparición de las poéticas de la tríada Galguera Noverola-Becerra-García Ruiz, pero también las obras de autores como Andrés Iduarte, Bruno Estañol, Dionicio Morales e —incluso— la del ecuatoriano Fernando Nieto Cadena (quien durante su largo exilio en Tabasco abordó reiteradamente en sus textos el carácter ruinoso del trópico que eligió para vivir, y para morir).
Si hay que acudir a formas de construir una historia literaria como las señaladas por Reyes, es evidente que esta aproximación de Juan de Jesús López a cierta poesía tabasqueña de la segunda mitad del siglo XX parte de la premisa de que son unos cuantos autores y unos cuantos títulos los que cuentan para tener una idea cabal de la literatura escrita en determinado período. Galguera Noverola (quien vive y sufre el trópico «desde las vísceras y la alucinación»), Becerra (que extiende una mirada vuelta al «punto de origen de las grandes piedras con picadura de la viruela del tiempo») y García Ruiz (el aguerrido poeta que «toma conciencia de su paisaje cultural, ese que está hecho de fotosíntesis e historia») representan conforme a esa visión mucho de lo que en nuestra literatura se ha escrito ya sobre este ámbito tan geográfico como humano, y que habría que enriquecer —señala con tino López— a partir del registro necesario de esa violencia descarnada que ha asolado a Tabasco en años recientes.
Bien escrito y con una claridad patente alrededor de las poéticas a las cuales se aproxima, La fabulación poética del trópico no se ha propuesto indagar particularmente en aquello que una concepción de la obra literaria como expresión histórica le hubiera permitido constatar. Esto es, la posible existencia de afinidades generacionales de los tres poetas con sus coterráneos, con poetas que los precedieron en el tiempo y aun con aquellos contemporáneos que pudieron haber influido en su escritura.
Como apuntan Álvaro Ruiz Abreu y María José Rodilla en «Itinerario de las aguas» —un texto incluido en la Historia general de Tabasco que editó el Gobierno del Estado hace ya varios años—, durante la Revolución, la obra de poetas como Andrés Calcáneo Díaz y Lorenzo Calzada estuvo marcada por el espíritu decadente de «el mal del siglo»; quien lea varios de los poemas del autor de Covadonga y otros tantos del dramaturgo de Alba Roja podrá corroborar que detrás de su romanticismo impaciente y melancólico ya es posible atisbar una visión desencantada y trágica de la tierra en que vivieron. Por lo que toca a la contemplación de la naturaleza tropical como amenaza, y no como exótico privilegio, Rogelio Ruiz y Rojas fue acaso —apuntan Ruiz Abreu y Rodilla— nuestro primer «poeta maldito»: su poemario Canícula hace referencia al sopor maligno del follaje, y eso lo asemeja en más de un sentido al Marqués de Sade.
En resumidas cuentas, La fabulación poética del trópico, de Juan de Jesús López, extiende una mirada a tres poetas tabasqueños capaces —conforme a esa visión— de hacer de sus obras verdaderas islas mirando hacia la tierra alrededor de la cual emergieron. Que en realidad forman parte de un archipiélago; aún más, de un trópico que las conjunta para dar cuenta de su «presencia ominosa» es un aserto que a la historia literaria corresponde todavía pacientemente demostrar.
Lecturas en voz alta a cargo de escritores. Dá clic para escuchar el audio (se recomienda el uso de auriculares para una mejor experiencia auditiva).
Jurista de renombre y poeta destacado, don Agenor González Valencia formó parte de una generación de poetas nacidos en los años treinta del siglo pasado que en Tabasco congregó —entre otros nombres— a Marco Antonio Acosta, José Carlos Becerra y Mario De Lille.
González Valencia fue el autor de una obra poética breve que cuenta entre sus versos con instantes verdaderamente felices. En ese sentido, fue un poeta que lo mismo cultivó una forma tradicional —como el soneto— que se aventuró con fortuna en la escritura del verso libre.
Corona de triunfo, el poema seleccionado para ser leído en esta entrada, es una muestra de la destreza que el también estudioso del Derecho desplegó en la confección de sus poemas. Por la aparición en él de imágenes osadas que se aproximan a los misterios metafísicos y se internan en la oscuridad de los paisajes interiores y exteriores a los cuales alude, el poema parece guardar ciertas correspondencias con la poesía genésica de José Carlos Becerra.
Clic en “Listen in browser” para escuchar fuera de la aplicación
Con displicencia de árbol, de agua que no pregunta y que sucede, de regazo de sombra, con los brazos de cauce que cuidando su arroyo se consuman llevo mi corazón sobre los ojos, untándolo, como una espada de aire… de aire de mover rosas y de peinar ramajes. Y sin embargo, yo tengo que decirles muchas cosas: yo no soy de este rumbo, yo tengo el cuerpo verde, tatuado por el ángel de la siesta y unos pasos silvestres.
Por aquellos lugares, se derrumba la noche, baja a ponernos guantes en los ojos, y entonces, no queda más remedio que alumbrarnos a gritos. Ustedes no lo saben; pero allá todas las cosas gritan. Yo también sé gritar, y es que a veces he visto un águila petrificada en un abismo; pero ella siempre siguió gritando que era un águila.
Y hoy que voy a gritar, yo quiero contestarme sin un retazo de eco. ¡Y tengo que gritar! ¿Acaso no han escrito las piernas y los senos preguntando a mis manos el por qué de su ausencia? …y mis manos se curvan y modelan el viento entre estos cuatro muros de abstinencia.
Y todas esas cosas que hoy les digo, no son ni más ni menos que una gotita de agua; son así, como el dolor da lágrimas y la noche rocío… Yo no sé si hayan visto cómo una gota de agua parece ser el más transparente de los ojos y el que mira más hondo… por eso estoy dispuesto a quitarme las ropas. ¡Voy apedrearme a gritos las entrañas! El enfermo se inmola en su heroísmo; pero yo, no tengo la voz de héroe y me grito hacia adentro.
¡Que tiemblen las paredes de mi pozo! ¡Que se estrellen los ecos en sus muros! Así estaré despierto y más de pie que nunca; con displicencia de árbol y la pupila de agua, de agua que no pregunta y que sucede.
Estudioso y divulgador infatigable de la historia, la cultura popular y la literatura tabasqueñas, don Jorge Priego Martínez es una figura ineludible si de intentar aproximarse a ese Tabasco profundo —que en algún momento de nuestro pasado reciente comenzó a desdibujarse— se trata. Hijo predilecto y ciudadano distinguido de su natal Frontera, Centla, me recibió en su oficina del Archivo Histórico del Poder Ejecutivo del Estado, del que fue Director hasta el año pasado, y allí al calor de una conversación enriquecida con su plática jovial e inagotable tuvo a bien concederme la entrevista que ahora en dos partes reproduzco.
Su obra literaria y su trabajo como historiador giran definitivamente en torno a Tabasco. ¿De dónde nace en usted esta indeclinable pasión por el pasado y el presente del estado?
Desde muy niño me intrigó la historia de Tabasco, principalmente la de Frontera, mi ciudad natal. Cuando yo tenía entre diecisiete y dieciocho años, encontré en la revista Sucesos una sección que se llamaba “Mi ciudad”, o “Mi pueblo” —algo así— y ahí me publicaron un texto sobre Frontera que, claro, resultó ser una mescolanza como la que hace todo el mundo. Ahí hablé por ejemplo de la llegada de Cortés y de otras cosas que nada tienen que ver con Frontera, como terminé de darme cuenta luego. Pero lo envié y me lo publicaron incluso con algunas fotografías de la ciudad. Varios años después perdí la revista y una vez caminando por Tepito la encontré y la compré. La vine a perder en 2007, con la inundación. Eso fue lo primero que, malísimo por cierto, yo me atreví a escribir y publicar sobre historia de Tabasco.
Pero el recorrido hacia ese gusto por abordar el pasado y el presente de Tabasco no ha estado exento seguramente de otras pasiones. ¿Podría usted hablarme un poco de ellas?
Yo me había dedicado a otras cosas. Primero quería ser cantante. De joven anduve metido en las radiodifusoras, aunque realmente empecé en el programa “Patria y juventud” del Instituto Juárez cuando yo era estudiante de secundaria. Ese programa era organizado por el capitán Salvador López Matamoros y ahí cantábamos estudiantes como Magda Jacinto Beauregard, Miguel Álvarez Aguilera, Román Colorado y yo. Luego tuve la oportunidad de que el licenciado Nazar y el licenciado Sibilla, a quienes quizás les caí bien, me contrataran para cantar en dos programas de radio. Me pagaban cincuenta pesos por programa, que por entonces era muy buen dinero. Pero no me quedé con las ganas de hacer radionovelas. Hubo un señor español que se llamaba Javier Auñón Martínez que vendió a varias casas comerciales unas radionovelas que pasaban a mediodía o en la tarde, no recuerdo bien. La primera se llamó “Mis hijos me odian”, en la que trabajaron mi querida amiga —que en paz descanse— Josefina Romano Hernández, cuyo nombre artístico era “Laura Beatriz”, Miguel Ángel Palomera (ahora conocido como Miguel Palmer). Luego hubo otra novela que se llamó “La bestia”, donde trabajaron Lulú Priego Pedrero y el locutor Guillermo A. Ledesma, entre otros. Yo tuve la oportunidad de hacer un papel secundario. Todo era en vivo. Había que estar pendiente del momento en que te tocaba actuar y cuando lo hacías debía uno hacer muy buenas inflexiones de la voz. Lo lamentable es que, debido a que todas esas grabaciones se hacían en cintas magnéticas que luego se echaron a perder, no se conserva ninguna de ellas.
Tengo entendido que usted también ha incursionado en otros ámbitos como la televisión y la radio…
Bueno, de hecho también participé en una obra de teatro —horrenda por cierto— y cuando llegó la televisión, trabajé como presentador de Hilda del Rosario de Gómez en el famoso canal 13, que fue el primero que hubo aquí. El programa se llamaba “Teleclub 13” y presentaba artistas locales, así como recetas de cocina. Por ese tiempo saqué mi licencia de “locutor A”, que nunca exploté. También me dio un tiempo por componer canciones, casi todas todavía inéditas. Sólo me han grabado una que se llama “Cuando llegaste” y otra que se llama “Humo”. Yo mismo he grabado algunas.
Jorge Priego Martínez, El zapateo tabasqueño, Villahermosa, Tabasco, Instituto de Cultura de Tabasco, 1989.
¿Y su llegada a la poesía y a la creación literaria en general cómo fue? Porque su tarea literaria ha corrido de algún modo a la par de su labor como estudioso y divulgador de la historia de Tabasco.
Desde niño me ha gustado escribir versos satíricos. Recuerdo que en quinto año de primaria estudiaban conmigo Dionicio Morales y su hermano Carlos, en la Sánchez Mármol. Nuestra maestra era la señorita Agustina Rodríguez Corzo. Dionicio suspiraba por una muchachita de nombre Altea y cuando llegó noviembre le escribí una calavera bien rimada y bien medida que decía así: “Ya Dionicio se murió,/ se tiró de una azotea,/ fue porque lo despreció/ su idolatrada Altea.” Yo leía poemas, pero no me atrevía a declamarlos. En una ocasión, en un homenaje a la bandera en Frontera me encargaron recitar un poema, pero esa vez hasta me enfermé y no fui. Aquí en Villahermosa me obligó, estando en cuarto año, la señorita Camelo (que era la directora), quien quizá intuyó que yo podía recitar. Para mi desgracia escogió un soneto, creo que de Gabriela Mistral, llamado “El niño solo”. Como me di cuenta que Dios no me llamaba por ese camino, me dio por escribir cuentos. Escribí cuatro cuentos, dos de los cuales me premiaron en los concursos de la Feria y dos pasaron sin pena ni gloria. El que a mí me parece el mejor me lo floreó mucho Bruno Estañol al grado de decir que le recordaba a uno de Borges y a otro de Allan Poe. Yo me sentía en los cuernos de la luna, pero también dejé de escribir cuentos y luego me fui a trabajar a Puebla donde esporádicamente comencé a escribir versos y a colaborar en el periódico Cambio y en el semanario Análisis. En realidad mi primera publicación literaria fue un poema que escribí, mientras estudiaba en el Instituto Juárez, a un árbol del pan que se estaba muriendo allí y que me publicó mi amigo Omar Hernández Sánchez en su periódico El eco estudiantil. Eso fue en 1956, cuando yo tenía quince años.
Cuando usted regresa de Puebla inicia propiamente, podríamos decir, su actividad cultural y literaria en el estado. ¿En qué contexto se produce su retorno y cómo decide usted optar finalmente por los trabajos históricos y acerca de la cultura popular tabasqueña que caracterizan su obra?
Yo volví a Tabasco comisionado con doña Celia González de Rovirosa, quien sin conocerme me hizo el honor de solicitar mi presencia. Ella me mandó al Fonapas [Fondo Nacional para Actividades Sociales] para hacerme cargo de las casas de cultura. Y allí me pidió que tratara de conseguir que todos los maestros de las casas de cultura municipales se pusieran de acuerdo acerca del folklore en el estado. Se me ocurrió organizar un seminario para el que me apoyó Rosa del Carmen Dehesa. Ella me dio un trabajo con sus observaciones y sus experiencias sobre el verdadero traje regional, porque lo que diseñó Valdiosera es un bodrio. En el seminario me di cuenta de que no había absolutamente nada de literatura sobre el zapateo tabasqueño, así que me puse a investigar por todas partes: en libros de poemas, en cuentos, en novelas, en biografías, en periódicos, en revistas, en los diccionarios de Santamaría y en los libros de don Marcos E. Becerra. Y así fui armando el rompecabezas hasta terminar lo que terminó siendo mi primera investigación. Luego, leyendo La música en Cuba —porque hasta allá me fui buscando datos— encontré que Carpentier no había encontrado literatura sobre el tema. Es decir, que le pasó lo mismo que a mí, toda proporción guardada. Pero Carpentier habla en su obra del “zapateo del monte”, parecido a lo que ocurrió aquí con nuestro zapateo. Y como él, yo también tuve que investigar “por la borda”, es decir, “por fuera” para llegar a terminar un libro que desafortunadamente no se ha vuelto a editar.
Usted ha abordado también algunos otros temas como el del escudo de Tabasco, incluso publicó un libro al respecto.
He tratado de escribir sobre temas tabasqueños que nadie hubiera ya manoseado. Uno ellos es el que tiene que ver con nuestro escudo. Lo escribí siendo diputado Manuel Andrade, a quien le pedí que se legislara sobre su uso, pero a él no se lo permitieron en el Congreso. Tardé en publicarlo porque no encontraba cómo hacer las imágenes, hasta que un amigo periodista me ofreció hacerlas en su periódico. Y en una hora me hicieron todas las imágenes que no había yo podido hacer en diez años. También publiqué un libro sobre la décima en Tabasco. Lo escribí a raíz de un proyecto que se me planteó sobre escribir acerca de las décimas en toda la región de Sotavento. Yo tenía sólo un artículo que había publicado en el suplemento de Novedades, cuando yo lo dirigía. Terminé haciendo un trabajo que es más bien una recopilación de décimas de todo tipo, jocosas, incluso políticas. En ese libro recojo la única décima que se le conoce a Pellicer, que es el final del poema que le escribió a Juventino Rosas. Vicente Magdaleno, hermano de Mauricio, me comentó que esa décima de Pellicer era para él una décima original y novedosa.
Jorge Priego Martínez, Tabasco: la mejor tierra que el sol alumbra (prólogo de Gabriela Gutiérrez Lomasto), Serie Tabasco en la historia, volumen 4, Villahermosa, Gobierno del Estado de Tabasco, 2001.
Su interés en la historia de Tabasco encuentra una vertiente particular en la historia de su municipio. ¿Se ha propuesto usted escribir una historia exhaustiva sobre su lugar de origen?
Desde hace más de veinte años me he dedicado a recopilar información sobre la historia del Puerto de Frontera. Pero no esa historia que trata de Juan de Grijalva, Hernán Cortés, La Malinche, Santa María de la Victoria, y que nada tiene que ver con Frontera. Si algún día llegara yo a escribir la historia del municipio de Centla cabría todo eso, pero no en la historia que me he propuesto escribir. Mi historia de Frontera comienza en el momento en que su fundador llega al sitio en el que terminó fundándose, adonde manda el gobernador a un grupo de indígenas a que vieran si les gustaban esas tierras “realengas”. Según un historiador al que no le confío mucho, el sacerdote fundador de lo que hoy es Frontera estaba castigado allí por sus ideas proindependentistas, pero no ofrece mayores pruebas.
La cultura popular tabasqueña es, indudablemente, otra de las grandes líneas de su trabajo como investigador y divulgador de nuestras manifestaciones culturales.
Sí, otro de los temas que me ha apasionado —porque tampoco nadie lo ha tratado a fondo— es el de nuestra cultura popular. Desafortunadamente creemos que el tema no vale la pena. Pero la cultura popular no es nada más nuestra música, nuestra poesía popular, nuestra manera de hablar y nuestros modismos, sino muchas cosas más. Lo que se llama “patrimonio intangible”. Forman parte de éste también nuestras groserías y modismos, los versos anónimos populares, nuestros refranes —de los que yo tengo cientos—, nuestras adivinanzas, los cuentos de todos colores, nuestras danzas indígenas. Todo eso lo he ido recopilando. De nuestra cultura popular vienen dizque a investigar, pero hacen todo un merengue. Por ejemplo, yo no sé de dónde han sacado cosas como esa del “dios Pochó”. A mí que me digan de qué etnia era dios o cómo lo representaban. Porque según el diccionario maya, “Pochó” es “mitote de indios prohibido”, es decir era una fiesta de indios prohibida por la Iglesia. Por ende, la famosa “pochovera” es en realidad una “mitotera” que baila en la danza. “Cojó” significa “enmascarado” y es el único personaje en el “Pochó” con máscara. Yo quisiera saber, por eso, de dónde sale eso del “dios Pochó”, las “doncellas de las flores” y los hombres de madera del Popol Vuh. Yo creo que no han leído el Popol Vuh los que tal afirman. Desgraciadamente, nadar contra la corriente es muy difícil porque lo más sencillo es irse por lo facilón y seguir repitiendo, por ejemplo, aquella locura de los cuarenta mil hombres que se enfrentaron a Cortés en estas tierras. ¿De dónde iban a salir, si para 1950, según el censo de ese año, Villahermosa tenía 38 mil 500 habitantes? Para tranquilidad de mi conciencia, yo seguiré por mi cuenta tratando de desmentir tanto equívoco generalizado.
Hablar de su gusto por la cultura popular tabasqueña nos obliga a hablar de Tabasco, la mejor tierra que el sol alumbra, uno de cuyos volúmenes usted escribió hace varios años.
El libro nació de una forma sui géneris, podríamos decir. Le habían vendido la idea al gobernador de hacer un libro sobre Tabasco y por eso me fue a ver mi querido amigo Julio César Javier. “De lo que tú tengas”, me dijo él que podría yo hacer el libro, así que le contesté que entonces podría ser de cultura popular. Aceptó y me mandó a una persona que me ayudó a pasar todo a la computadora y a revisar todos mis trabajos de los suplementos. En ese libro se habla de las fiestas del carnaval, de las exposiciones, de las tradiciones de muertos, de los famosos altares guadalupanos, de las danzas indígenas, de la comida, de la música y la poesía y de todo lo relacionado con nuestra cultura popular. Partí, para escribir sobre la música, de lo que afirmaba Max Henríquez Ureñacuando aseguraba que la música popular es la que nace verdaderamente en el pueblo y que se encuentra en las pequeñas comunidades, porque en las ciudades lo que prolifera es la música vulgar. Hay muchas canciones, poemas y canciones anónimas que son bellísimos. La famosa reina de las bombas es anónima. Aquella que dice: “Señora si usted me diera/ lo que le voy a pedir,/ yo no digo que usted quiera,/ pero vamos, un decir./ Quien quita que usted quisiera…”. No dice nada y lo dice todo, tiene una picardía que no llega a la vulgaridad. Y así hay muchas. Por ejemplo, en las que recopiló don Quico Quevedo en su Lírica popular hay cosas muy hermosas como esa que dice: “Yo no soy lo que antes era, ni lo que solía ser,/ soy un cuadro de tristeza/ arrumbado a la pared.” O esa otra: “Si el corazón me pidieras,/ el corazón te daría./ La alma si no te la doy,/ porque esa prenda no es mía…” La profundidad de esa gente “inculta” me recuerda lo que escribió nuestro paisano Andrés Iduarte en alguno de sus libros, a propósito de unos intelectuales que se encontraron a unos palurdos que no sabían leer ni escribir, pero que sabían mucho de agricultura y de muchas otras cosas más, y que los llevaron a decir: “¡Qué cultos son esos analfabetas!”.
En el mismo espíritu de apreciar y rescatar la cultura popular tabasqueña se entiende claramente su libro El zapateo tabasqueño…
Yo en mi libro sobre el zapateo hice una recopilación de casi seiscientas bombas, la gran mayoría anónimas, aunque también de algunos autores como don José María Bastar Sasso, Tilo Ledesma y el chato Pedrero. Cierro el libro con bombas de mi autoría dedicadas a los grandes bailadores del zapateo tabasqueño en los últimos años, entre ellos Leandro Sánchez, Luis Pujol y Rosa del Carmen Dehesa. En una de esas bombas el hombre dice así: “Tú piensas que al zapatear/ ya me traes de cabeza,/ ni que supieras bailar como Rosita Dehesa”. Y la mujer le contesta: “Presumiendo no te ensanches,/ ni me eches tanto frijol,/ que tú no eres Leandro Sánchez/ ni tampoco Luis Pujol”. En fin, el desconocimiento de nuestra cultura popular ha llevado a excesos como ese de crear un traje de gala, inventado por alguien que no era tabasqueño. Porque el verdadero traje de gala en realidad tendría que ser el mismo que usan las mujeres todos los días, pero que usarán de manera especial para las fiestas. El lujo del traje regional tabasqueño no era la falda, sino el fustán al que las mujeres rebordaban, rejillaban y ponían encajes hasta hacerlo una obra de arte que mostraban y presumían a la hora de bailar. Tuvo que venir don Justo Sierra O’Reilly para darse cuenta del uso de esa prenda en Tabasco y escribirlo. Lo que ahora se conoce como traje de gala es más una especie de uniforme que vuelve casi idénticas a las mujeres, a diferencia del vestido regional anterior de faldas floreadas con fondos de diferentes colores, con flores de todo tipo y tamaño, en ramos o solas, rosas, tulipanes, jazmines, claveles y una gran variedad. Encima, al fustán le bordaban lo que ellas querían: ramos de flores con chaquiras, lentejuelas, en fin. Pero fue más fácil inventar un “traje de gala” ideado por gente de dinero, no por gente del pueblo. Curiosamente, según don Justo Sierra O’Reilly, la gente adinerada de antes en Tabasco vestía a la última moda europea cuando vestían de gala y no bailaban zapateo. Eso lo escribió don Justo Sierra en una carta que le envió a un amigo de Yucatán y que años después se publicó en un periódico de la entonces San Juan Bautista. Parece que esa carta es de 1831, o una cosa así, la reproduce Mestre en uno de los tomos de Documentos y datos para la historia de Tabasco.
De las muchas maneras que hay en poesía para hablar de la vida, ninguna como el tema de la muerte. Ninguna tampoco tan socorrida hasta el extremo de convertirse en un soberbio lugar común.
La muerte —ya lo afirmara Poe en su célebre “Filosofía de la composición”— es y seguirá siendo probablemente, el motivo melancólico por excelencia que los poetas prefieren para escribir de los avatares del mundo y su realidad inacabada. ¿Qué otra cosa puede esperarse ante el misterio de la muerte? Perplejo ante lo desconocido, el poeta no puede sino rendirse e imaginar el absoluto con la única certidumbre que posee: la palabra.
Se diría entonces que la muerte adquiere sentido en tanto añade nuevas dimensiones a nuestro modo de otorgar posibilidades de interpretación al misterio de la vida. Sobre esto último, el más reciente libro de Mario De Lille, Semilla a punto de vuelo, es acaso una apuesta por esbozar la compleja situación del hombre ante lo insalvable de la vida en su transcurrir hacia la otra orilla del tiempo. De la vida, la bienamada vida, son los poemas de De Lille que parece recordarnos a cada momento la paradoja poética más ilustrativa sobre el devenir de los instantes: “el tiempo es una forma viva de la muerte”.
Mario De Lille, Semilla a punto de vuelo, México, ICT-UJAT-Sociedad de Escritores Tabasqueños, 1999, 113 pp.
Por ello la “Muerte-Concepción”, la “Muerte Nonata”, la “Muerte Joven” y todas las demás muertes que esparcidas a lo largo del libro se suceden perfectamente, como imitando el rigor estricto de los procesos biológicos. Semilla a punto de vuelo, por lo menos en su primera parte, bien podría pasar por un muestrario de la debacle orgánica a la que se dirigen tarde o temprano todas las formas vivientes. Debacle que no es, por cierto, el final de la existencia. La física y la bioquímica son claras a este respecto cuando afirman que todos somos transición en movimiento, universos en mutación perpetua.
La muerte, entendida así, es tan sólo un eslabón a otros estadíos de reproducción y crecimiento, una zona intermedia que opera en armonía con el fenómeno enzimático, principal responsable del desgaste de la mayoría de los organismos. De Lille intuye este punto y lo plasma como sólo a él se le pudo haber ocurrido: jugando, divirtiéndose con las estructuras que el poema plantea y, sobre todo, sonriendo, guiñándole el ojo al lector para ponerlo alerta de lo que el poema mismo trasmite.
Porque, como lo mostrara antes en Dios te salve María, Non Sancta, para De Lille todo se vale en poesía: desde la burla inmisericorde que se escabulle con el verso más solemne y grave, hasta la mentada de madre con que se remata una estancia para pasar al inicio de una estructura en prosa. Sin olvidar por supuesto la vértebra erótica con que suelen poblarse las divagaciones lúdico-filosóficas de este subvertidor de las poses correctas.
Si alguna estética habría que encontrar en la poesía de De Lille nada mejor que la antiestética, esa afirmación relativa de las formas con las cuales se acompaña el arte contemporáneo. Escudríñense los poemas de Semilla a punto de vuelo y se verá el valor casi insignificante de las versificaciones que, por cierto, parecen más apostarle al poema como centro discursivo que como concentración de imágenes destinadas a la degustación lectora.
Nada más lejos. El poema es concebido aquí como un campo de experimentaciones en donde casi cualquier recurso tiene cabida, incluso el del yo desinhibido que dialoga con la muerte y la retrata como la enigmática mujer que todos en el fondo deseamos. Así lo sugiere por ejemplo el poema “Muerte Anticipada”, talvez el que mejor alcanza a sugerir el contenido de la primera parte del libro.
¡bella entre las bellas que ahogan en sus tormentos los sueños quiméricos de los condenados al tercer círculo del infierno escindidos por el amor incompleto!
¡apiádate de mí, suave puta con sabor a nuevo!
reina de mis palabras y de mis desvaríos y de mis fantasías conjugadas en la diosa salvaje que gobierna a su esclavo en un abrir y cerrar de muslos…
Horror y fascinación. El poeta rehuye de la muerte y la desea, la busca sin saberlo y también la rechaza. En tales términos, la muerte se asemeja a la vida por su carácter evanescente y su realidad marcada igual por lo transitoriedad de los instantes. El mensaje central de la Muerte-Vida en Semilla a punto de vuelo se resuelve así como el gran suceso de morir a trozos —sólo se muere una vez— en la breve experiencia de vivir.
Si se intenta explicar un poco esa visión sintética de la Muerte-Vida desde el punto de vista del deseo, el poeta se agarra de la muerte como de la vida pues en el fondo sospecha la cabal identidad entre ambos polos, opuestos sólo por un efecto ilusorio de sobrevivencia. Al final, sin embargo, los polos se funden para dar paso al triunfo del vértigo inexpugnable al que llamamos tiempo.
Entre la alabanza y la sinfonía
Semilla a punto de vuelo es, por lo demás, una construcción heterogénea armada con la intención, deliberada o no, de ofrecer una sensación rítmica de contrapuntos. De pronto el lector se encuentra con un “Poema ditirámbico-sinfónico en cuatro movimientos” que intenta reflejar, con su sola estructura, la cadencia de motivos musicales diferenciados a fuerza de ritmos y distribuciones poemáticas que echan mano de los recursos más audaces, y no por ello más originales, de la poesía hispanoamericana actual.
“Somos por la danza de tus manos” es como resultado de dicha tentativa una expresión entreverada de las muchas tendencias que identifican a la poesía de Mario de Lille. En realidad se trata de cuatro poemas entrelazados por la conjunción armónica de las palabras y sus sonidos. De aquí la autonciencia de cada poema que se sabe portador de un ritmo y una vivacidad particularísima y esencialmente multiforme. En efecto, quienquiera que deguste la música latente en “Somos por la danza de tus manos” encontrará una por momentos abrumadora polifonía de voces disgregadas y en ocasiones en franco contraste.
La sinfonía se torna como consecuencia en una especie de perorata lírica salida del inconciente, muy a la manera de un monólogo narrativo que discurre sobre todos los temas posibles, sin más límite que la propia inventiva del poeta. Por algo decía antes que este poema de Mario De Lille conjuga con cierto atrevimiento las más representativas formas libres de la poesía escrita en los últimos años, con la particularidad de que en sí mismo el poema no es sino extensión de algún otro escrito con anterioridad, probablemente en las mismas entrañas del autor. Sobre el ánimo dionisíaco de “Somos por la danza de tus manos”, el “Allegretto” nos recuerda con su tono festivo el espíritu de la segunda parte del libro.
Danzar en la oscuridad de tus tiempos es descubrir la esencia de la vida
es aventurarse al golpeteo de la prehistoria respirar en los pulmones nuevos e inventar el ritmo verte soñando en tu compás de uno a cuatro
—por decir un número—
cerré los ojos
apreté los párpados al temblor indeleble de tus pies descalzos sobre la tarima inmóvil de mi cuerpo
Pocos como Mario De Lille para tomar a la poesía con tanta irresponsabilidad y atrevimiento. Pocos también para lograr que las palabras se multipliquen y transgredan el mero ámbito literario para incrustarse de lleno en los linderos de la vida. ¿Qué otra cosa es la vida sino una secuencia atonal de acontecimientos unidos sólo por una espesa conjunción de incertidumbres?
Allí radica la validez de la antiestética en Semilla a punto de vuelo: paso en falso es el sentido sin direcciones múltiples y lo es el verso que cancela la visión de latitudes situadas más allá del alcance de nuestras visiones. Al final de cuentas, quizá la mayor virtud de este libro sea la de sugerirnos que la poesía, como la vida, es una incertidumbre demasiado importante como para dejarla simplemente en manos de poetas.