Continuando con la serie de entregas sobre su viaje a China, Rolando García de la Cruz escribe en esta nueva bitácora acerca de su experiencia en la cosmopolita Shanghái. La ciudad más poblada del gigante asiático es por su ubicación estratégica, sus imponentes rascacielos y su carácter de poderoso centro financiero y comercial lo más próximo a la ciudad del futuro.
Mi llegada a Shanghái estuvo marcada por varias confusiones: primero salí de una estación del metro muy alejada del hotel, luego no lo encontraba; caminé hasta que un buen hombre me llevó hasta su ubicación. Por fin pude dejar las maletas y tomar el autobús hacia el centro de la ciudad.
Como tenía mucha hambre, busqué una fonda donde sólo había comensales locales. Conversaban y reían sonoramente. Más tarde entró un norteamericano que llegó en bicicleta. Se sentó junto a mí en una mesa redonda. Intentó pedir algo que no tuviera arroz, pero no lo consiguió. Luego de que me comentara algo sobre su trabajo en China y termináramos de comer, nos despedimos.
Caminé por unos callejones muy pintorescos en los que se podía ver hasta ropa interior colgada en las fachadas de las casas; algunos tendederos atravesaban la calle. Llegué a un barrio popular como los que pasan en las películas chinas: muchas motos, bicicletas, gente y un poco de desorden. Un niño cambiaba peces de un contendor a otro.
Más adelante, en un local, se expendían diferentes tipos de huevos. Hasta de color azul había. También había unos extraños pescados largos, planos y anchos como cinturones que terminaban con una cola muy delgada. Todo este barrio está rodeado de rascacielos, algunos en construcción.
Me dirigí al famoso Mercado de Yuyuan, también llamado bazar. En la entrada había una niña un poco desconcertada, en short y tenis, hablando con un policía de traje negro; otro más estaba a su espalda y dos de traje azul a su costado izquierdo. En torno a ellos un grupo de camarógrafos, fotógrafos y micrófonos largos. No sé si estaban en plena filmación o si la niña estaba perdida y era noticia. Había muchos visitantes sobre todo turistas nacionales que abarrotaban el mercado y sus alrededores.
Mi primera visita fue a la casa de té de Huxintingy, en el Centro Histórico. Es lo que queda de la ciudad vieja dentro de la ciudad moderna. Todo esto es un complejo centro comercial como entrada. Allí vi un par de chicas musulmanas muy bellas, tomándose fotos frente a los edificios. Para llegar a los jardines del mandarín Yuyuan, hay un gran estanque bellamente decorado con fuentes, nenúfares artificiales y peces rojos. La muralla del jardín tiene forma de dragón, pero lo que impresiona es su puente en zigzag. Ahí está la imponente casa de té de Huxintingy, en color rojo, con muchas ornamentaciones doradas.
En 1870 un grupo de comerciantes, al ver el jardín en completo abandono, decidieron restaurarlo y lo ocuparon como centro de operaciones comerciales hasta que los ingleses no tuvieron empacho en arrasar con él cuando dominaron China. Para 1957 el gobierno emprendió una restauración exhaustiva junto con el bazar, quedando completamente embellecido.
Entre los locales aledaños se vendían varios tipos de té a granel, artesanías y curiosidades. En uno de los locales, un hombre acomodaba a dos mujeres que parecían gemelas en un rickshaws (carreta de tracción humana), con una imagen de fondo para una sesión de fotos. Los vendedores de dondurmans (helados turcos) bromeaban con los clientes, haciéndoles tratar de tomar su helado al extremo de una varilla que ellos movían. Por los ingredientes que llevan, el helado es casi elástico.
Apenas tuve unos minutos para mirar y tomar unas malas fotos, la corriente de gente me empujaba por los estrechos pasillos llenos de faroles dorados. Era imposible ver todo lo que se ofrecía en los locales ya que los paseantes que llenábamos todos los estrechos callejones, nos movíamos como en una carrera.
Luego me fui a la plaza del pueblo, donde me sorprendí de ver tantas boutiques y tiendas de reconocidas marcas. El ambiente se me hizo más familiar, pues ahí encontré palabras en español e inglés. Los anuncios espectaculares y los amplios espacios contrastaban con el barrio que minutos antes había dejado.
Entrada la noche, me dirigí hacia el Bund, donde la arquitectura es más de estilo colonial europeo. Hay cincuenta y dos edificios con diseños que van desde el neorrománico, neogótico, neorrenacentista, neobarroco, neoclásico o beaux arts, y otros son de estilo art deco. Eso lo hace contrastar diametralmente con la arquitectura del otro lado del río.
Había tanta gente que los militares, en una coordinación impresionante de marchas, estaban guiando y ordenando a las hordas de turistas que conglomeran las calles. La gente apretujada avanzaba una cuadra a la vez, flanqueados por los guardias. Por fin llegué hasta el malecón entre la muchedumbre. Desde ahí pude admirar las proyecciones de luces y sonidos que se presentan todas las noches del otro lado del río.
El espectáculo es impresionante por la cantidad de edificios participantes en la iluminación, haciéndole juego las embarcaciones también con luces de colores, navegando por el río Haungpu. Había tanta gente que los militares no permitían a la gente tomar fotografías mientras caminaba, por el riesgo a un accidente. Uno de ellos con un fuerte movimiento me bajó el brazo.
Después de disfrutar el paseo y tomar cientos de fotos, busqué la estación del autobús a mi hotel, pero éste parecía haber desaparecido. Le pregunté a los militares y algunos dijeron no ser de esta ciudad, por lo que no sabían. Los de tránsito solo me confundieron más, alejándome de la zona. Luego recordé la estación bajo el rascacielos Bund Center; en la cima de este edificio hay una espectacular corona que iluminan en las noches, por lo que pude ubicarla enseguida.
Entre los locales aledaños se vendían varios tipos de té a granel, artesanías y curiosidades. En uno de los locales, un hombre acomodaba a dos mujeres que parecían gemelas en un rickshaws (carreta de tracción humana), con una imagen de fondo para una sesión de fotos. Los vendedores de dondurmans (helados turcos) bromeaban con los clientes, haciéndoles tratar de tomar su helado al extremo de una varilla que ellos movían.