La visionaria ceguera: en torno a El sentido ausente, obra póstuma de Teodosio García Ruiz.

Quiso la buena fortuna que, de los dos autores que escribieron El sentido ausente, libro dado a conocer a partir de hoy por el Instituto Estatal de Cultura de Tabasco (IEC), yo conociera y tratara a Teodosio García Ruiz, nuestro entrañable y recién desaparecido “Teo”.

A Rubén Reyes Ramírez, el otro de los poetas incluidos en esta muestra de poesía escrita por autores ciegos, no tengo el placer de frecuentar y creo que al vate yucateco una sonora disculpa el IEC debiera hacer patente a la brevedad posible: su nombre, en un descuido garrafal, no figura en la portada del libro y más pareciera ser éste producto del esfuerzo de un solo hombre que de una conjunción de poéticas y reflexiones en torno a la experiencia —desgarradora, luminosamente fértil— de la ceguera.

ESA

Como en términos de familiaridad y afecto, la figura de “Teo” está más cerca de mí que la de cualquier otro poeta ciego, lo que sigue es la lectura parcial y sesgada de lo que, según yo, podría ser interpretado como el testamento o testimonio póstumo del querido autor de Sin lugar a dudas acerca del acontecimiento que lo marcó desde su aparición hasta el último día de su vida: el hecho de haberse quedado totalmente ciego un aciago día de 1999.

¿De qué tratan los poemas de Teodosio en El sentido ausente? ¿Es la ceguera el motivo principal sobre el que esta poesía discurre? Mi lectura sugiere un y un no como respuesta a esta pregunta natural, desprendida del título del volumen. , porque quienquiera que lea la poesía posterior a la ceguera en García Ruiz podrá darse cuenta de que un antes y un después es perceptible en la obra poética de quien en los años ochenta irrumpió en el espectro literario de Tabasco con la fuerza de su voz reveladora. Me refiero, sobre todo, a la porción de su obra lírica publicada a lo largo de los últimos diez o doce años.

No sabemos aún, ante la presunta existencia de un conjunto de libros inéditos, cuál es el carácter de la poesía que el entrañable Teo escribió y conservó a salvo de la mirada de críticos y lectores. Lo que no es desconocido es que después de la aparición de Nostalgia de Sotavento, en 2003, y tras varias incursiones narrativas en proyectos colectivos o en solitario, el poeta guardó un silencio que pareció romperse apenas el año pasado, con la aparición de Berrido (2012). Explosión verbal que, en la línea de la poesía beat —no en vano el homenaje explícito, a través del título, al Aullido, de Ginsberg— y de un traer a cuento el tono de la poesía emanada de los movimientos contraculturales de los años sesenta, Berrido abre una trilogía (completada por Bramido y Rugido, todavía sin publicarse) que concentra en buena parte, desde mi punto de vista, el viraje y la nueva intencionalidad de la poesía del cunduacanense en sus últimos años.

¿Los signos de esta nueva intencionalidad? A saber: el poema que fluye y fluye, animado por la (in) conciencia del poeta; los versos largos que, como en Howl, de Ginsberg, se entreveran con versos sin yuxtaposición o subordinación alguna y el habla delirante del yo poético. En esos poemas, el lector lee al poeta, pero también lo escucha en su parloteo interminable, en su perorata que amalgama ansias de nombrar y desenfreno.

Miro la costilla que no sale de mí Eva hijueputa  musa de gardenia con brazalete de oro   condón brillante   fresa de sabor evaporado No sabo de sabor a mí Nazco a la infamia La Torre de Babel que me confunde Me distrae   me ilumina   me lengua de lenguaje Gramatízome por los siglos de los siglos   amén Y así sea   porque así es si no lo escribo yo   no vendrá el vecino a poner orden al consulado de mí…

Digo, por otro lado, que El sentido ausente no es en sentido estricto un poemario sobre la ceguera porque en él es posible hallar al García Ruiz de siempre. Al poeta “natural”, al “aborigen del sureste mexicano” —como él mismo se llamaba, consciente de sus limitaciones expresivas— y al eterno lector, impregnado de modo irremediable de sus filias escriturales. Esto anotó el poeta en un breve diario que llevó mientras escribía Bocetos del Golfo, otro de sus libros inéditos:

No lo puedo evitar. El que nace para tamal del cielo le caen las hojas. Soy un convencional, por más que intento la variación, el poema en prosa, el texto descriptivo al modo de Césare Pavese, no doy. Paul Valery  en “A  propósito del cementerio marino” explica su estética pero esa no es la mía. Yo  soy natural, experimental, lúdico pero no riguroso. Incluso la música en los versos se ausencia de tal modo que me da pavor decir solo por decir.

Sí, en El sentido ausente el poeta es el mismo de siempre. Con sus manías, sus viejas furias mezcladas con sus “furias nuevas”. Con sus rebeldías de insumiso y sus gritos destemplados contra ese monstruo enfermo que es el gobierno de México, el milenio que transcurre a paso acelerado, el mundo que da vueltas allá afuera, en la calle, a donde el poeta asomaba sus oídos, porque su mirada se perdió cuando el siglo anterior no terminaba. ¿Qué otra cosa puede encontrarse en esta poesía sino la nostalgia? Teodosio García Ruiz fue, tal vez, el poeta más nostálgico de su generación porque fue, quizá, quien más aprendió a querer el sabor de los jureles y los pargos, el color de las guacamayas y las frondas de la ceiba, “árbol identidad” de estas tierras que gozó y padeció con el estoicismo de quien avista una realidad bifronte: la de las tinieblas, de su ceguera solitaria, y la de los reflejos luminosos a los que su poesía irrenunciable lo transportaba. Poesía, la de El sentido ausente, para ver desde un abismo de sombras las señales insólitas de la luz.

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