Pichucalco, en el multicultural y colorido estado de Chiapas, es el destino que Rolando García de la Cruz describe en esta su séptima Bitácora de viaje. La ciudad, enclavada en la sierra del norte chiapaneco, es una mezcla por demás peculiar de geografía, rasgos arquitectónicos y religiosidad que hacen de ella una parada ineludible en el camino hacia el corazón de la selva chiapaneca.
Al entrar a la ciudad, lo primero que pude ver fue la escultura de un hombre que lleva sobre sus hombros a un jabalí. En su pierna izquierda hay una penca de plátanos.
Pichucalco significa «casa de jabalíes». Es una ciudad con pocas construcciones coloniales; encontré algunas con pilares y tejados de Marsella, otras abandonadas en muy mal estado, pero en su momento debieron ser casas muy bellas. El centro es un lugar bullicioso, colorido, con música por todos lados.
Lo primero que hice fue buscar su mercado para tomar el desayuno: unas empanadas de pollo y un vaso de maracuyá. El mercado san Juan parece nuevo, tiene una rampa desde su segundo piso por donde se puede bajar hasta el parque central.
Los edificios circundantes al parque están pintados en color rojo y blanco. Conservan algunos portales, ahora son locales de venta de todo tipo de artículos. El parque es un espacio alargado con dos cafeterías. Tiene pocos árboles bien podados que no ayudan mucho en los días soleados. Dicen que antes el tranvía tenía sus rieles alrededor de él, era el medio de transporte de antaño.
Volviendo a lo del mercado, lo interesante es su parte trasera, una extensión compuesta de instalaciones paupérrimas. Es como decir el mercado viejo. Hay un solo pasaje serpenteando a lo largo del mercado; no hay pasillos entre los locales, todos los puestos están en eso que parece un callejón.
En esa parte del centro abastecedor, se puede encontrar al vendedor de pollos vivos junto a una sastrería, enseguida una frutería y un pequeño restaurante. Luego las mujeres vendiendo productos del campo junto al que arregla zapatos; más allá al hierbero platicando con la de la fonda junto a unos pollos destazados. Es todo un espectáculo ver tanta variedad de mercaderías. Para no deshidratarme, aproveché para comprar agua de sandía.
Mi siguiente visita fue el Palacio Municipal, un edificio amplio de arcos. La idea era pedir información en las oficinas de turismo; no había servicio, pues le estaban haciendo remodelaciones interiores. Sobre la calle del costado izquierdo del Palacio encontré algunas casonas abandonadas y derruidas, a las que por su aire nostálgico les tomé fotos. Caminé hasta encontrar una subida donde había casas con grandes tejados. Enseguida bajé por la calle de la Capilla de Guadalupe. Ahí se tiene una buena vista de las montañas verdes que circundan la ciudad.
Los lavaderos de santo Domingo es un lugar donde la gente se reunía para lavar y bañarse. Según me contó un lugareño, hay una leyenda que dice que en la pileta apareció estampada la imagen de santo Domingo de Guzmán, el santo patrón. Es por eso que lleva su nombre. En la actualidad no tiene agua y lo ocupan unos jóvenes que tienen un taller mecánico a un lado.
Me recomendaron visitar la iglesia de san Estaban, la cual dista algunos kilómetros del centro. Me encaminé hacia allá. Pasé por un puente de aguas algo claras. La gente del campo amarra por ahí sus caballos mientras entran a la ciudad de compras o hacer algún trámite. Más adelante encontré otro puente, sobre el arroyo había una pequeña cascada. El agua aunque turbia, no tenía basura. El tramo era cansado debido a que todas las calles son subidas y bajadas.
Según me contó un lugareño, hay una leyenda que dice que en la pileta apareció estampada la imagen de santo Domingo de Guzmán, el santo patrón. Es por eso que lleva su nombre.
La iglesia de san Esteban protomártir es una iglesia pequeña enclavada en las faldas de una de las montañas. Es un mirador algo alejado de la ciudad. Subí por una larga escalera. Mi condición física apenas daba cuenta de mí. Cuando llegué, la iglesia estaba cerrada. La vista es estrecha debido a los árboles, pero se aprecia buen parte de la ciudad.
Desde ahí se pueden ver todas las montañas que rodean a Pichucalco, en un color verde intenso, con algunas nubes que se movían lentas sobre las crestas. Junto a la iglesia, a manera de atrio, hay un patio con la imagen blanca del Cristo crucificado y en derredor había cruces blancas rodeando el patio.
De regreso al centro, quise conocer el interior de la parroquia de santo Domingo de Guzmán. Ésta es una construcción moderna, su arte sacro es contemporáneo con poco valor artístico, pero el necesario para que los feligreses se sientan en la casa de Dios. Hoy se celebró el Día del Padre y la iglesia organizó un evento de conciencia, donde los hijos escribieron cartas a sus papás.
Al final de la misa, el sacerdote conminó a los padres a dar lectura a sus cartas para el público. Los progenitores se cohibieron, sólo reían. De pronto un padre se animó, pasó al micrófono a leer las felicitaciones y agradecimientos de su hijo. El sacerdote dijo que él también recibió algunas cartas. Estada conmovido por el gesto de los niños.
Un pichucalqueño me comentó que allá por los años cincuentas construyeron la iglesia de santo Domingo para sustituir a la iglesia colonial de tejado. Pretendía ser una iglesia moderna pero se volvió famosa por que National Geographic la nombró «El templo más feo del mundo».
Construido a base de pocas donaciones, fueron puros agregados de varios materiales en distintos tiempos y fuera de toda lógica. Por falta de mantenimiento, y por la inseguridad que representaba, se decidió su demolición. Hasta hubo una iniciativa por parte de algunos empresarios para conservarla como atractivo turístico aprovechando el mote. Era una como una torre cuadriculada muy estrecha, «¡realmente sí era fea!»— dijo el informante mientras reía.
Al final del día regresé al pasillo del mercado para comprar zarzamoras. La gente aún seguía entrando y saliendo, como si de un hormiguero se tratara. Algunas cuadras más adelante, un hombre regordete con la pala de madera movía unos crujientes chicharrones en la paila. «¡Pásele, pásele joven!», dijo en tanto se limpiaba las manos en el seboso mandil. No opuse resistencia, entré a «la fondita de los porkis».
El agua de guanábana que me puso una sonriente ancianita sobre la mesa me hidrató verdaderamente. Caí a reventar por las carnitas y, agradeciendo a Dios, emprendí el regreso a casa.
Acerca del autor
- Antologado en los libros «Voces Papantecas», de la Coordinación de escritores papantecos y «Espejo de letras» en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco. Su relato «Un paseo por la Concha» ha sido mencionado entre los diez mejores trabajos de Latinoamérica en el certamen «Un fragmento de mi vida» organizada por la Asociación Mexicana de Autobiografía y Biografía en el 2011.
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