A todos nos es imprescindible, producida la desaparición de un ser que en vida llegó a significar para nosotros algo más que una presencia próxima, delimitar sus contornos, el alcance de sus gestos y el misterio de su cercanía.
A todos, en algún momento, superado lo que Freud denominó como la “reacción frente a la pérdida” nos es preciso apropiarnos de una parte del amado desaparecido para enfrentar —así sea de un modo irresoluble— al peso insospechado de la muerte.
Hoy, cuando a cien años del nacimiento de Octavio Paz (1914-1998) es necesario volver sobre las huellas que ha dejado su obra en aquellos que fuimos y seremos sus lectores, el autor de El mono gramático y de El arco y la lira —entre algunos otros más que se han vuelto indispensables en nuestra lengua— sigue siendo, pese a su muerte ocurrida hace varios años, una presencia ineludible.
De Paz hay, por lo menos, siete u ocho visiones que hablan de su quehacer como escritor, pero sobre todo como intelectual (si por intelectual entendemos lo que Gabriel Zaid consignó hace varios años en un texto lúcido): la del poeta renovador que era fiel a esa “tradición de la ruptura” de la que era un férreo representante en Hispanoamérica; la del ensayista que supo penetrar en la sustancia del arte, de las ideas y de los acontecimientos (de su tiempo y de muchos otros ayeres del tiempo), la del diplomático disidente, la del animador de empresas editoriales indisolublemente unidas a su noción de libertad de acción y de pensamiento, la del polemista irredimible, la del liberal converso, la del hombre afecto a los meandros del poder y la del santón de una “mafia” que perdura —a decir de no pocos críticos suyos— y que ha hecho de su figura un “tótem”.
Como a Paz es imposible llegar parcialmente a partir de tales formas de mirarlo (sin dejar de correr el riesgo de extraviarse en la lectura de su obra y su presencia en las letras de México) confieso que este texto peca —en principio— de incompleto. Se concentra en el Paz que se atrevió en su momento a cuestionar al régimen presidencialista mexicano, pero ignora al Paz que se sirvió de algún modo (particularmente en los últimos años de su vida) de su cercanía con una variante del presidencialismo del PRI que gobernó hacia fines del siglo pasado.
Apunta al Paz que desnudó al “ogro” autoritario del México de los años cincuenta, sesenta y setenta, pero prefiere guardar silencio sobre las múltiples acusaciones que pesan sobre una obra en que la que muchos han creído encontrar plagios, omisiones, una retórica que encubre, por sobre todo, ideas y hasta inmoralidades. Nada de ese Paz aparecerá en esta breve aproximación a la crítica social que el poeta de Árbol adentro desplegó, particularmente, en títulos como Posdata (1970) y El ogro filantrópico (1979), dos libros en los que el Estado mexicano es perfilado como esa dualidad autoritaria y antidemocrática que formaban el PRI y los gobiernos que de él emanaban en el cenit de la presidencia “omnímoda”.
[El PRI, dice Paz]…encarna una realidad imaginaria; sin cesar de ser realidades políticas, el PRI y el Presidente son proyecciones míticas, formas en las que se condensa la imagen que nos hemos hecho del poder…
Ni qué dudar que el lenguaje de Paz es aquí, como en casi todo lo que escribe respecto al sistema político mexicano que conoció, padeció y del cual recibió halagos y honores, el lenguaje de la crítica moral. Octavio Paz pontifica ya en esas líneas desde su condición de intelectual cada vez más respetado (y en cierto modo temido) por la élite política de este país y cree hallar en la interpretación histórica, sociológica y antropológica las claves de ese Estado mexicano —único, según su apreciación, en el concierto mundial por lo irrepetible de las condiciones sobre las cuales ha sido edificado.
De modo, en consecuencia, que la crítica de la pirámide sea inevitable entre nosotros, que tenemos como vetustos testigos de nuestro gusto por esas moles de piedra las que se erigen en Teotihuacan o las que en su momento hubo en el recinto del Templo Mayor. Estas palabras de Paz, en Posdata, son dignas de una antología alrededor de esta visión:
La imagen de México como una pirámide es un punto de vista entre otros igualmente posibles: el punto de vista de aquel que está en la plataforma que la corona. Es el punto de vista de los antiguos dioses y de sus servidores, los señores y pontífices aztecas. Asimismo, es el de sus herederos y sucesores: Virreyes, Altezas Serenísimas y Señores Presidentes. Y hay algo más: es el punto de vista de la inmensa mayoría, las víctimas aplastadas por la pirámide o sacrificadas en su plataforma-santuario. La crítica de México comienza por la crítica de la pirámide…
Nunca abandonó Paz esta noción del poder político en México, emparentada en gran medida con esa “Monarquía Absoluta Sexenal y Hereditaria en Línea Transversal”, como llamaba Daniel Cosío Villegas al ejercicio presidencial que tan bien estudió en su libro El sistema político mexicano. La diferencia entre las posturas de Paz y Cosío Villegas estribó en su momento más en la visión que en la crítica de fondo: Paz vio en más de un presidente a la encarnación del tlatoani; Cosío Villegas extrapoló la ambición imperial azteca a las coyunturas vividas en los años setenta en el país, cuando “el estilo personal de gobernar” de Díaz Ordaz y Echeverría Álvarez le proporcionó los suficientes elementos para concluir que el estilo del hombre acababa convirtiéndose en la tónica general del sistema político.
Más allá de estas, en su momento, arriesgadas aproximaciones al poder, a su forma de concebirse y ejercerse entre nosotros, en Octavio Paz destaca esa moral tan suya consistente en situarse en los bordes de la vida pública. Me refiero aquí a su distancia respecto a los poderosos de turno. ¿Lo consiguió? Es casi imposible no admitir que no del todo.
Intelectual de altos vuelos —quizá el intelectual mexicano por antonomasia en tiempos modernos— Paz se granjeó enemistades entre las élites (y conocidas son sus insalvables diferencias con la izquierda partidista de México), tanto como grandes favores (muchos de ellos, afirman no pocos críticos, bajo la forma de subvenciones). De allí que (¿asépticamente?) se le haya acusado de haber perdido la necesaria lejanía de “El Príncipe”.
Termino estas breves líneas con la siguiente frase que resume, para mí, lo mejor del Paz modelo insobornable de moral pública:
La crítica es el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo. La crítica nos dice que debemos aprender a disolver los ídolos, aprender a disolverlos dentro de nosotros mismos.
Acerca del autor
- Macultepec, Tabasco (1975). Economista y escritor. Autor de "Bajo el signo del relámpago" (poesía), "Todo está escrito en otra parte" (poesía) y "Con daños y prejuicios" (relatos). Ha publicado poesía, ensayo y cuento en diferentes medios y suplementos culturales de circulación estatal y nacional.
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