“Ahasuerus en el fin del mundo”, óleo sobre lienzo de Adolph Hiremy-Hirschl (1860-1933).
Descendamos al seno de la tierra,
dejemos los imperios de la Luz;
el golpe y el furor de los dolores
son la alegre señal de la partida.
Veloces, en angosta embarcación,
a la orilla del Cielo llegaremos.
Loada sea la Noche eterna;
sea loado el Sueño sin fin.
El día, con su sol, nos calentó,
una larga aflicción nos marchitó.
Dejó ya de atraernos lo lejano,
queremos ir a la casa del Padre.
¿Qué haremos, pues, en este mundo,
llenos de amor y de fidelidad?
El hombre abandonó todo lo viejo;
ahora va a estar solo y afligido.
Quien amó con piedad el mundo pasado
no sabrá ya qué hacer en este mundo.
Los tiempos en que aún nuestros sentidos
ardían luminosos como llamas;
los tiempos en que el hombre conocía
el rostro y la mano de su padre;
en que algunos, sencillos y profundos,
conservaban la impronta de la Imagen.
Los tiempos en que aún, ricos en flores,
resplandecían antiguos linajes;
los tiempos en que niños, por el Cielo,
buscaban los tormentos y la muerte;
y aunque reinara también la alegría,
algún corazón se rompía de amor.
Tiempos en que, en ardor de juventud,
el mismo Dios se revelaba al hombre
y consagraba con amor y arrojo
su dulce vida a una temprana muerte,
sin rechazar angustias y dolores,
tan sólo para estar a nuestro lado.
Medrosos y nostálgicos los vemos,
velados por la sombras de la Noche;
jamás en este mundo temporal
se calmará la red que nos abrasa.
Debemos regresar a nuestra patria,
allí encontraremos este bendito tiempo.
¿Qué es lo que nos retiene aún aquí?
Los amados descansan hace tiempo.
En su tumba termina nuestra vida;
miedo y dolor invaden nuestra alma.
Ya no tenemos nada que buscar
—harto está el corazón— vacío el mundo.
De un modo misterioso e infinito,
un dulce escalofrío nos anega
—como si de profundas lejanías
llegara el eco de nuestra tristeza:
¿Será que los amados nos recuerdan
y nos mandan su aliento de añoranza?
Bajemos a encontrar la dulce Amada,
a Jesús, el Amado, descendamos
—No temáis ya: el crepúsculo florece
para todos los que aman, para los afligidos.
Un sueño rompe nuestras ataduras
y nos sumerge en el seno del Padre.
Tomado del libro Himnos a la noche /Enrique de Ofterdingen (introducción de José María Carandell, traducción de Eustaquio Barjau), España, RBA Editores, 1994, 220 pp.